Para leerlo en PDF (o algo parecido):

Salsa y control
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sábado, abril 30, 2005

Agradecimiento, advertencias, recomendaciones y petición

Aquí abajo está todo Salsa y Control. La transcripción de todos los cuentos menos uno se la debemos a Martha León, dilecta compatriota bloguera a quien no conozco en persona y a quien le agradezco profundamente su gesto. El último cuento, titulado Otra noche de línea de gente que corre, se lo dejé a Héctor Bujanda, quien me escribió desde España para decirme que quería copiarlo él, pues ese cuento contiene "El mejor beso que he leído en toda mi vida". A ambos les debo el honor de haber echado a rodar a mi librito de la juventud, íntegro y libre de editoriales, por la red.

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Debe haber unos cuantos errores de transcripción en los cuentos. Si usted detecta alguno o algunos, por favor avíseme, yo procederé a corregirlos.

domingo, abril 24, 2005

Salsa y Control (va el libro completo, cuento por cuento)

Intro

EN ESTE MUNDO
hay una cosa muy mala
¡qué mala es, qué mala es, qué mala es!
¿Qué cosa?
La Lengua.

Se está perdiendo
el concepto de las cosas
entre la injuria, la calumnia y la discordancia

Ya no se puede vivir
en el ambiente social

Tenemos que luchar por levantar
la virtud
y la moral de los hombres

Ismael Quintana:
La discordancia no deja na'
vive tu vida y no digas más
lengüetero

Coro:
Sujétate
la lengua
sujétate

Al fondo, la orquesta La Perfecta, de Eddie Palmieri

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Noche de línea de luz

Extranjero:

Elisa tiene, en la cima de un callejón hasta el ojo de escaleras, ranchos y retorcimientos, su habitación –garita inalcanzable, donde se instala en plan de solitaria espectadora de locuras y avatares nocturnos. El arribo de la oscuridad le depara (le ha deparado desde la niñez) escenas teñidas de un gris extraño, principios y desenlaces de historias instantáneas, sangre y carajazo.

Puño, bofetón y palo

la mayoría de las veces; melodías de amor profano

Analiza el corazón, y date cuenta
que el amor sin verdad
se alimenta con maldad

de cuando en cuando. Porque este lugar, bautizado Camboya en el nombre del ladre, del tiro y del espíritu landro, alcanza para todo acto humano, y desde la ventana de esta jeva que te cuento, la Elisa, no existen espacios secretos.

No es extraño entonces que sepa quién ajustició a Sócrates (maldito pajúo, delator confeso) para luego prenderle fuego al cuerpo inerte en plena escalera (acontecimiento que los periodistas torcieron, retorcieron, voltearon y reinventaron; Fabricio, el autor de la quema de Judas, se revuelca con la hermana de éste mientras Manuel, un pendejo que no sabe ni bola del asunto, paga cárcel en Los Flores por el crimen); es lógico que haya sido testigo del momento en que dos bichos violentaron la frágil parsimonia de Leonor (primera vez que la muchacha regresa al rancho con el aliento a madrugada y vienen esos dos a); es creíble que haya visto al Niño Tomás caer muerto de dos disparos a manos de Fabricio; es caso tolerable que sepa por qué al tipo más buena gente de por estas latitudes, José Gregorio el de Chejendé, los llaman Caramiá.

Todas las palpitaciones del escenario, diluído en estertores de bombillos decrépitos, le han ido dejando una impronta lacustre en las cavernas de los ojos; la desgarra un escalofrío –chispazo profundo y apetito de mujer– cada vez que se reeditan las veloces cópulas en medio del glacial desamparo de los recodos.


Esta noche, Extranjero, Elisa ha olvidado apagar la luz.
En cualquier momento, de ninguna parte aparece Fabricio. Sube a guardar los gramos que sobran de la jornada: el jibareo es fuerte, los billetes llaman –la mala maña-, el negocio alucina y enriquece. De pronto lo inquieta un fulgor, detalle inusual allí arriba en aquella ventana: frente a la potencia de la luz se descubre –nítida esfinge imprevista– la silueta de Elisa. El hombre esconde los pitillos en una suerte de hábil pero injustificada prestidigitación.

–Cuidado se abre esa boca, muchacha.

La frase suena a desvarío: Elisa apaga la luz con una parsimonia desprovista de interés, y aventura una respuesta igualmente desenfadada.

–Cuánta gente no te habrá visto en ese plan, marico.

Un disparo levanta trozos de madera, cemento y zinc dentro del cuarto. Elisa observa, desde el rincón al que ha saltado para protegerse, una raya luminosa que nace en la parte baja de la pared, atraviesa una silla, alcanza el techo y se pierde en el cielo bullente. Y escucha la voz de Fabricio, justo debajo de la ventana:

–Repito: cuidado con esa boca, puta.

Y aquel callejón, Extranjero, se llena de silencios.

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Sabor y piel ajena

¡Muchacho lo que es la vida!
uno se entrega entero
y lo devuelven en pedacitos
Cheo Feliciano. En: Trizas

Antes de comenzar el tráfago de andamiajes y cornetas en la cancha, ya el bloque 1 de La Silsa era una conmoción gigantesca. Una persistente oleada de cervezas convertía en frescor la ferocidad de las tres de la tarde, y en el lugar del tablero de basket una pancarta en fondo negro lanzaba un alarido con sabor a presagio, un Bienvenidos altisonante a los soneros del mundo, a los mejores, a la crema de la Fania.
En estas cosas Alfonzo Victoria no mentía: el dueño de las noches bullosas, el tipo del millón de amigos por todo el Caribe; el hombre de la música, del sonido, de la pasión por la rumba de alto nivel había jurado que veríamos a Pete Conde y su sabrosura, a la mismísima Reina Celia Cruz batir su azúcar; a las leyendas como Ismael Quintana, Héctor Lavoe, Cheíto y Larry Harlow; a Casanova, a Barretto, a Nicky Marrero: que los veríamos a todos montarse allí mismo a descargar hasta que la piel aguantara ( la propia y la del bailador ansioso) pero no en la mágica comodidad de la TV ni en la clandestina antipatía de la radio, ni en el reluciente Poliedro ni en recinto parecido (guardían blindado junto al portón boleto en mano y al que le encuentre caña o mafafa lo cuelgo lo reviento y le meo el alma y maldito perro furioso a la vera) sino ahí en la sucia cancha, nuestra arena de tantos desafíos basqueteros y antipoliciales.
Y había que creerle, nada más. Cuando Camilo, creyéndose víctima de una hermosa y brutal alucinación de las suyas, subió por centésima vez a la casa del responsable del prodigio para verificar el anuncio, la madre de Alfonso lo ahuyentó con una parrafada incandescente.
A esa hora de expectante agitación una Yajaira de busto descomunal y telita ínfima adherida al cuerpo salió a recrear sus nalgas perfectas por entre el barullo y la polícroma confluencia de gentes sanas y de virulento prestigio: clima propicio para un final apocalíptico. Chino y Oscar la asediaron, como de costumbre, con una andanada de susurros lujuriosos, y Yajaira estrelló su sonrisa de catorce años contra el suelo. Cuando se alejó, brotaron los comentarios malignos, el brillo excitado en los ojos:

–Ha crecido como una diabla.
–Que le estarán dando por esa trompa.
–Alguna rata del liceo la debe estar pisando.

(...la debe estar pisando; tanto bicho de Lídice, Marín, El Veintitrés, tanto dañado de La Vega, Sarría, El Valle, Chapellín; tanto drogo y malandro y jibarita radiobemba, el sol revientabolas, el tumulto, la cerveza y algún tabaco caleta, resultó que el comentario se difundió con una consistencia de hecho verídico, hasta quienes no la conocían le agregaban su propio aliño !Que putica es! y los hombres y las tiernas volteaban a mirarle el cuerpo y el rostro a la hembra, ¡Perro! ¡Niña!, cosa inconcebible que un caramelo de ese calibre hubiese rodado tanto por la vida, tan jovencita. Más temprano que tarde Camilo escuchó una ráfaga de la historia con un sobresalto !Cómo!, la carajita, la del tumbao sabroso y las carnes firmes, no es posible, mientras Chino, Oscar y los otros, inconscientes generadores de la primicia y olvidados por completo del asunto siguieron tragándose la vida Polar tras Polar, esperando el momento de la guasasa grande. De pronto la tarde abanicó un retumbar de bajo y timbal, y tras unos intermitentes Aló-aló-probando-sssssí el tipo que animaba los espectáculos le dio las gracias y la bienvenida a todo este planeta de rancho, plomo y candela que son los barrios de Caracas para que se montara en la tarima un grupito matatigres de por estos lados y empezara el guaguancó, suave, muy suave primero, tanto, que Camilo apenas se percató del humilde abreboca)

La cancha y la periferia se nos fueron llenando de hombres de braga y cámaras inexplicables: algunos compatriotas de los ídolos visitantes que alborotaban al mujerío con sus giros extraños en el habla, en los gestos. A más de uno la zona le pasó por la mente la posibilidad de una escaramuza revanchista, Estos ya están creyendo que nos van a coger a las mujeres, cómo no, pero no había que arruinar la ocasión de esa forma, No tan temprano. Cuando esté descargando Ray Barretto, cuando esté mas oscuro. Ya habría tiempo y oportunidad, a pesar de los tombos: éstos no se mezclaban con la gente, ni siquiera se acercaban. Además se contaba con la destreza ralampagueante del punzón bajo el costado; la multitud estaría absorta en la música, no se vería la sangre y un tipo en el suelo es un borracho más. De verdad, ya habría tiempo para ello.

(Ocurre que Camilo ya rebasaba los treinta desde hacía un largo rato y lo único que había sentido en la entrepierna era una moto estruendosa, un botellón de ilustre cañaclara o un puntapié con furia policíaca, pero lo que era una nena sabrosota sólo en oníricos episodios en los que solía arrancar bailidos a Yajairita, a Yajaira, a la contundente Yajaira, a quien por cierto recordaba haber visto poco tiempo atrás en brazos de mamá pero que de súbito experimentó ese ensanchamiento de pronóstico, Para nada, pensaba, porque alguna rata del liceo la debe estar pisando y él, recurrente enamorado de vírgenes imposibles, apenas si había logrado esbozarle un gesto en forma de saludo)

Lo multitudinario del atardecer se hizo grito impresionante, plegaria o animal herido: alguien alcanzó a ver detrás del entarimado a Alfonso Victoria acompañado por uno de los protagonistas de la jornada: Justo Betancourt. Se hizo el ruido, un conato de pasiones desbordadas, pero el cantor se escabulló con Alfonso quizás para liquidar algún trago prometido. Las nubes se durmieron en un rojo tenue y hubo que encender las luces de la tarima, donde aún desfilaba uno que otro conjunto de noveles salseros para provocar la chispa inicial.
Dos niñas sin mayores altorrelieves acompañaron a Yajaira hasta su hogar (había que calzarse otras prendas, más eficaces contra los aires nocturnos pero igual de sugerentes.) Camilo siguió el contoneo con la arena seca de sus párpados y se lanzó a su encuentro por la escalera contigua.
Era niña, muy niña, muy niña. En ocasiones se echaba de bruces en el balcón —piso 2, apartamento 285— con un radio entre las manos, y disfrutaba hasta la hilaridad de los gestos de los rematadores de caballos y de su heroica contención del ímpetu urinario. Así acostumbró su inocencia al espectáculo de los seres que, repletos de urgencia fisiológica, se acerca­ban al muro de enfrente a depositar fluviales emanaciones de cerveza cruda, y aprendió a no dejarse impresionar por los sexos de diversa conformación y tamaño, total, lo único que hacían todos era expeler un líquido cristalino, gran cosa, has­ta ella lo hacia —niña, muy niña—, pero la curiosidad tiene un precio y el instinto no está de gratis bajo la piel, así que un mal día apareció el tal Camilo en medio de la aglorneración de borrachos y jugadores, ¿y ese qué hace aquí?, el loco Ca­milo, un poco fuera de lugar pero allí estaba, gaceta hípica en mano y profiriendo maldiciones contra los datos perdedores, que raro, si sus únicas pasiones parecían ser el perico, la caña y el ritmo

Selva vende, selva traga
selva nunca dice na’

La salsa brava y malandra, como él mismo decía, como él mismo confesaba: cada vez que escuchaba modular un par de tonos a Héctor Lavoe sentía una presión dolorosa en el híga­do, las rodillas se le tornaban de la consistencia de un flan y un lagrimero cálido le bajaba por los pómulos, pero ahora resulta que también apostaba a los caballos como los demás y tragaba cerveza como los demás y como a los demás le llegó el turno de desahogar la vejiga pero lo hizo con una hora de retraso, Yajaira lo vió entonces caminar con un dolor insopor­table esculpido en el rostro, el cuerpo doblado hacía adelan­te, Yajairita —niña, nuy niña— a la expectativa, con el radio entre las manos, Camilo rumbo al muro, el sexo entre las ma­nos, logró sacarlo a dos metros de la pared y lo que brotó fué una hecatombe, explosión de líquidos incontrolables, y en ese segundo fatal en que la pared impactada soltó partículas ígneas la radio arrojo una canción que maullaba Qué rico, y a Yajairita – muy niña - la asociación de sonido e imagen le agrietó algo en las entrañas, entre las piernas, porque esa expresión —Qué rico-qué rico-qué rico— era justamente lo quc le merecía aquel fenómeno de verga volcánica.
***

Había llegado la hora del frío —el ron siempre fiel o el calumniado anis en lugar de la cerveza—. Los aparatos que comenzaron a instalar tenían otro brillo, figuras colosales, exactitud equidistante entre uno y otro. Una niebla que no llegaba a bajar debido a Ia concentración de sonidos y calores. Espirales, parábolas y circun­loquios por parte del animador local, quien de pronto le cedió el micrófono a Henrique Bolívar Navas, y era para no creerlo. El lo­cutor se regodeó con las amapolas de cariño verdadero —son el mayor homenaje

(agazapado en lo desierto-fatal del túnel de la escalera, Ca­milo no apartaba los ojos de la puerta de Yajaira, Es que no es posible, cómo te dejas hacer eso)

una fauna de conocidos divulgadores de la salsa buena sobre la tarima, No puede ser esta vaina, ahí en la irrisoria y cotidiana canchita del bloque 1

(se abrió la puerta y las dos acompañantes del caramelo co­rrieron a sus casas para ponerse algo encima, estaba por co­nenzar la cosa, ya venía la gente; la puerta quedó cerrada tras Yajaira)

Alfonso se mezcló con ellos para decir algunas frases, Como se to prometí en las noches de tragos, panitas, mi sangre, y se ganó una ración grande de aplausos

(Camilo dió tres zancadas y la interceptó, al fin: Cómo es eso de que me estás traicionaindo)

un bramido que sonó a aguacero tropical, a tormenta marinera, se levantó hasta la luna y más allá de la luna cuando Celia, Harlow, el Conde

(la sorpresa la hizo balbucear pero el aliento le alcanzó para una sonrisa demoledora Coño, Yajairita, la niña levantó las manos, adosó la espalda a la pared)

una reverberación det metales, sonido perfecto como en las discos pero multiplicado por el sabor de lo real: Barretto en la tumbadora, Pacheco agitando la atmósfera con la clave, Nicky castigando el timbal, la cam­pana; de repenle un grito Qué-tal-mi-gente en la poderosa voz del mismísimo Hector Lavoe

(El grito del Cantante de los Cantantes —urgente llamado del son, presión dolorosa en el hígado—le hizo dejar a la hembra pegada a Ia pared, intacta, para unirse a la oceánica fanaticada que no reparó en sus lágrimas de soledad o alegría, a la apoteosis de la melodía urbana, fiera o cataclismo que vería el amanecer del dia siguiente)

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Barrio I

para Ojeda, Media Nota y el flaco Iván,
el del 20

A Fabricio apenas le había temblado el pulso para acribillar al Niño Tomás en una de esas calles reventadas par el tiempo y loss vienlos solares, asi que no podia salvarlo ni el gobiemo –juraba Manoco–, ni su papá policía –su otro papá era un fumón de los peores–, ni Ochún ni Obatalá ni Apolo ni Zeus ni el más podero­so de los dioses del cielo, la tierra o el agua bendita. Sólo faltaba, para que estallara la furia redentora, que Julito se enterara del agra­vio, emergiera de su concha con la nueve y el tresocho largo, se encaramara –Manoco de parrillero– en el doscincuenta de tantas faenas inauditas y se lanzaran con la aguja de la venganza entre ceja y ceja hasta la redoma del 37, donde el tal Fabricio tenía su plaza prohibida, dársena de polvos y humos alucinantes.
Ambos lo conocían de vista. Sabían que era bachaco, que el pelo de alambre se le apartaba de trecho en trecho para dejar al aire un cráneo rugoso, que sus codos superaban en grosor al resto de los brazos raquíticos, que la nariz era un gancho geométrico que movía a risa. Con tales señas iba a ser ubicado bien pronto, encañona­do sin detener la carrera y ajusticiado en nombre de los llorosos jíbaros del bloque 15, “Paquerrespeten, nojoda”, diría Manoco ape­nas divisara la patilarga humanidad recostada en una cerca, botella en mano para despistar, la mente dibujándole galaxias improbables y otras fantasías bazuquero-pericosas.
Al Julito lo conmovió, en efecto, la noticia tardia, “Y yo bonchando en Curiepe, qué bolas”, las lágrimas a medio rostro, el dolor de los disparos inflamantes contra el Niño; inhaló la blanca nieve, succionó el elíxir caciquesco, “Trague ahí, varón”, la alucinación del poder multiplicada por el ron y el polvo, magnificada par la melodía de metales y cueros para insuflarse ánimos

Yo me enteré
que tú andas diciendo
que tú eres un palo
y el palo soy yo


y Manoco “Qué grande es Pa1mieri”, y aunque ni Eddie ni su rumba parecían tener mucho que ver con la desgracia de Tomás ni con las broncas bravas del barrio, los dos hombres se sentían amparados por el grito caribe, sobrados, en un lote muy pequeño para su coraje


Conga Yambumba me llamo yo
yo soy el terror

Y antes de que se durmieran los timbales trepidantes y la rumba viril, el ronquido Suzuki levantó miradas recelosas en el atardecer re­pleto de ranchos y superbloques.
Una curva, dos más sobre la brillantez de la calle, la misma so­bre la que había rodado el cuerpo del Niño Tomás, dos cañones alertas sobre ruedas, dos pares de ojos rojísimos en medio del espejismo de la furia; Julito entrevió al sujeto, más delgado que el ham­bre, más cadaver cuanto más se le acercaban. Manoco dijo “Yo creí que” y de golpe la detonaci6n del 38 de Julito, el alarido ahogado en líquidos corporales, otro disparo y otro alarido y otro disparo y el flaco mostrando como todos los dientes del pánico; otra y atras detonaciones y el tipo carcomiendo la acera con la desnudez de sus huesos. El zumbido motorizado serpenteó vía Zona F y las gentes se agolparon en torno al esquelético yacente.
Manoco parpadeaba sobre el largo rumor de la moto, la respiración traba­josa. En medio de la turbulencia, la Nueve Milímetros que accionaba le voló de las manos, y ni pensar en devolverse a buscarla. Tomó aire cuatro, cinco veces, antes que desde el fondo los pulmones le fabricaron el aplomo para controlar a medias el temblor y pars pronunciar, casi en un silbido, la frase lapidaria, fatal:
Ese no era Fabricio
–Coño, lástima –admitió el otro-, qué lástima.

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Recital

La pequeña biblioteca se desborda de ojos crueles, silenciosos: fun­cionó la persistente maniobra de Primito –intelectual de barba, cha­queta y lente redondo, y tremendo pana a la hora de la joda–, quién nos llevó halados del brazo, casi, a uno por uno: “Vayan a verlo, es como un concierto. Sin música ni caña ¿no? pero una nota, de todas formas” y nosotros sin saber cómo eludirle el golpe al asunto pero con una espina de curiosidad por dentro: es quo no entendíamos como era que un jodedor como él podía gozarse ese negocio de sentarse a escuchar a un tipo que habla y habla maricuras durante toda la noche, sin una cerveza para amortiguar el hastío, sin un chance para revirarle al hombre (¡nada!) pero, pensábamos, a lo mejor sí tenía su sabor la cosa, sobre todo si los poemas que iban a recitar eran como aquellos quo soltaba Primito cada vez que, en plena curda en casa de Sonia, la vida se nos quedaba huérfana de luz y de música por un apagón:

Cómo camina una mujer que recién ha hecho el amor
en qué piensa usa mujer que recién ha hecho el amor


(imagínate la voz de trueno del Primito)

cómo ve el rostro de los demás y los demás cómo ven
el rostro de ella


Y aquel otro, más sabroso por el bamboleo rítmico:

mi cuerpo de labriego salvaje te socava
y hace saltar al hijo del coño de tu pepa

Claro, no es lo mismo que rumbearse al Gran Combo, pero igual hemos despedido madrugadas y bombonas de anís y nos hemos largado con el sol bien arriba, cada quien a su cueva con el aroma del discurso en el pecho y el Primito que pasa dos y tres dias sin poder decir palabra, la garganta hecha pedazos de tanto gritar las vainas de un tal Chino Valera un tal Neruda que no se llama Pablo sino Neptalí, un tal Vallejo que no es el mismo que les echa mierda a los pobres por la radio, un tal Lorga o Lorca que gallego y todo como que tenía lo suyo en la bola, y hasta nos ha regalado (Primito, no el Gallego) algunos libritos que, en mi caso, han ido a parar bajo la pata de una mesa fuera de nivel.
Así que hace dos semanas Primito nos ha venido martillando “No vayan a faltar, miren que viene Ernesto Cuenca en persona”, y nosotros “Quién es Ernesto Cuenca, a quién se coge ese”, y Primito “Es un poeta buenísimo, ya lo van a ver, ya la van a oir”. Tanto insistió el hombre, tanto nos dijo “No me falle el jueves, mi estimado” que enrumbé, clandestino, hacia la biblioteca, “Qué verguenza si los bichos me ven entrar ahí, yo que de vaina estudié sexto grado”, pensaba. Pero en la misrna entrada la sorpresa casi me tumbó de espaldas: alguien susurró “¡Este también!” y enton­ce fue cuando oí los chillidos de risa crispada y vi el montón de malandros sonrientes, tipos sanos y mujeres de carrera estelar por una esquina; en la otra, una gente que vino de otra parte. Las ratas de por aquí con un secreteo sarcástico, un silencio tenso, como en una iglesia, y el Primito se me acercó con una cara de satisfacción que no cabía en tan poco espacio pare decirme “Siéntate ahí, galán", bajito.
Ahora mismo la biblioteca se desborda de ojos crueles, tensos, silenciosos, y yo tomo asiento para esperar el desenlace de la reunión.
El primero en hablar es un cabrón metido a la fuerza en un paltó de chivo pesado. Miró hacia atrás. La cara de Urraca es una fruta enrojecida; reprime una risa, todos lo saben, y esto me hace presagiar buen viraje a corto plazo para este fastidio de caras de ladrillo. El hombre del paltó se destapa: “Ustedes son el alma, la fuerza la nosequevaina y la fe en la democracia” y un pajerío que no se acaba y nosotros le hacemos señas a Primito “Bueno, bueno, velocidad, manda a callar a ese disfraz” y en medio del vacile el tipo termina de hablar y la gente que no es del barrio rompe en aplausos, y Primito hace un gesto: “Ahora sí, ahí viene el hombre”. Vuelvo a mirar hacia atrás y Urraca está doblado en una mueca, el rostro bañado en lágrimas, el rostro amoratado del combate contra la risa. Y ocurre, más temprano de lo que yo esperaba, ocurre: Primito presenta al poeta Cuenca (aplausos). El poeta se alisa el cabello y comienza, la voz envuelta en un perfu­me suavecito:

Esta respiración
géiser que hiere o pistola endemoniada...


y Urraca explota, descarga el homenaje a su apodo en una carcaja­da telúrica, la gente que no es del barrio voltea a ver quién es el sa­boteador, el poeta calla, no cabe en su proplo asombro, el Urraca aúlla “¡Una pistola endemoniada! ¡Qué vaina es esa!” y la risotada encuentra eco en el malandraje y en los demás, pero no nos reímos del poeta ni del corte de nota sino de la risa de Urraca. Lo último que veo de Primito al salir del recinto junto a los demás es su palidez y una mano de inspector de tránsito que trata de frenar esta desbandada que deja la sala vacía.

(Transcurre el tiempo, transcurren otras cosas, todo en la vida cambia: que dirá Pablo cuando salga de Los Flores, y Perro Abombao cuanda se entere allá en Cartanal y Raúl y Hansen y la gente de Sarría; tanto que jodimos a Urraca y lo hastiamos y lo humillamos con aquella joda que no pasaba de ser un chiste pero para él era un insulto de los feos, eso de”Tú debes ser hermano de Fabricio, coño, es que eres idéntico a esa rata” y a Urraca se le descomponía la cara y todo un día estaba sin reírse, sin hablar con nadie, cómo iban a compararlo con esa inmudicia de hombre. Después había que pedirde disculpas.
–No se me ponga bravo por eso, panal.
–No me apliquen más ese güeveteo.
–Está bien Fabricio, digo, Urraca, no me vayas a matar por esa vaina.
Y la arrechera le duraba una semana. Porque le dolía, pero era verdad: de lejos se confundían, ambos bachacos el pelo de alambre se les apartaba en varios sitios y se les veía el cráneo como golpeado, los brazos eran una vainitas flacas flacas y lo mismo la cara –el perico es una porquería – en la que destacaba la nariz doblada como un abrelatas: eran exactos, pero la calidad del compa Urraca era una cosa y la maldad del otro era mierda de peor cloaca.
Lo cierto es que hace rato vino un tipo del 37, todo sudado, a darnos la noticia:
–Ese tipo que llaman Julito, el del 15, se volvió loco. Pasó en la moto con otro tipo y entre los dos le vaciaron como cuatro hierros a ese pana de ustedes que se ríe bien sabroso, ¿Cómo se llama?
–¡Cómo es la verga! A quién mataron –saltamos todos. El hombrecito se puso a temblar, pálido.
Mire mijo, yo vine de buena fe porque to gente está creyendo que el muerto es Fabricio, el caramelo que vive en el bloque de nosotros. Pero yo lo conozco bien: al que mataron fue a ese amigo de ustedes, cómo se llama.,.
Cómo se irán a poner, qué van a decir: el tipo más alegre y buena nota del barrio...)


Dejó de saludarnos el Primito. Nosotros desde la cancha lo llamábamos “¡Ese!” y él volteaba para otra parte. Venir a molestarse por lo del recital del carajo, no sea marico. Ya nos en­teramos de que la cosa siguió adelante y el tal Cuenca se llevó unos aplausos, entonces qué tanto le duele. Por eso ni nos molestamos en avisarle lo de Urraca, ni del velorio –casero porque en la ciudad hay mar revuelto y no se puede asomar ni las pestañas.
Pero el hombre vino, apareció y más vale que no lo hubiera hecho porque ahora vamos a hacer algo que no nos van a perdonar, seguro. Nosotros, que sabemos del miedo, del repique del corazón cuando un maldito se te lanza encima con un hierro por delante, y aunque él te tire nada mas a las piernas tú piensas “Se acabó, me jodí, chao vida” y te pones a pensar en la madre que te abortó y en las maldades que hiciste cuando niño, hasta que te dan tu tirote y pasa el susto y alguien se apiada, vuela contigo al hospital y tú des­cubres que en realidad un tiro no duele en el momento, no duele, pero es el miedo lo que no te deja mover ni los ojos y puede que hasta te haga llorar como una hembra, así que imaginate a Urraca tomándose su cervecita en paz y luego el par de bichos escupiéndo­le toda la locura del bazuco adulterado, pin-pan-pin.
Ya sabemos cómo asusta, por eso Luis y yo decidimos no contar por ahí que, cuando volamos a la redoma del 37 a reconocer el cuerpo de Urraca y lo rodamos hacia un lugar donde no diera lástima, al arrastrar toda la flacura del cuerpo lleno de plomo lo primero que sentimos fue una peste insoportable,”Que es eso”, preguntó Luis, y vimos dentro del pantalón y era que el compa había vaciado los intestinos.
Puede que no nos perdonen, pero es que además Primito se aca­ba de ganar el próximo pasaje al cementerio, porque ahora aparece en la triste sala del rancho de Urraca, en este hueco lleno de olor a velón y a flor de muerto, con una sonrisa a punto de volcarse en carcajada vengadora sobre la urna, como si el pana caído no hubiese descubierto, en el arrepentimiento final, lo que es un géiser que hiere-pistola endemoniada.

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El frío

y ojalá que la juma
no afecte tu memoria...
Rubén Blades.
La Sorpresa.

Afuera una nube de gritos retumba, enloquece; el motor es un ani­mal despiadado –rugido constante– y junto al dolor del frío y de la amarga amargura galopa la vergúenza –terrible verguenza– de es­tar detenido, preso por cuadragésima, quincuagésima vez –nadie sabe–; el orificio calibre 38 que le traspasa el muslo de lado a lado comienza a hervir, a azuzarle cosquillas recónditas muy cerca del hueso, y aunque no es el primer plomo que le siembran en la carne parece que esta vez la sangre no dejará de fluir, que los escarceos de la patrulla calle arriba por Sierra Maestra, vía jefatura de El Mirador, va a terminar por molerlo contra el piso de férrea dureza, que la amenaza recurrente de los tombos –"Ahora sí, Tabaco: te jodiste"– le recrudece impulsos primarios y los gramos del polvo fugitivo en el cerebro le producen una confusión de imágenes de la que rescata la mala hora en que Isabela, su tierna de la niñez y de la hombría, aceptó bailar una pieza con aquel tipo de peinado gardeliano y pin­ta cosmopolita, aceptó continuar con él la segunda décima decimoc­tava melodía hasta que el bamboleo se hizo complicidad al calor de los otros nueve pares de parejas –una más, dos menos a ratos– y aceptó también, entre rones y descuidos, que el tipo palpara sus grandiosidades erógenas y aspirase el aroma de sus quejidos. De sú­bito, una fuerza de voces recónditas la llevó escaleras abajo, lejos del bonche y del guaguancó, para deslizaría en un Montecarlo negro­fulequipo-dospuertas que fue pura intimidad, miembro inverosímil y abrazo furibundo.
Tabaco, hundido en la escalera a varios pasos de la rumba –cer­cana, estruendosa, ajena: rumba buena– a ratos se acercaba, pruden­te y un poco invisible porque en el aire se olfateaban candelas de hombre agraviado, de viejos rivales, riesgo de exterminio: el precio de la mala fama y el peor proceder. Por momentos la música se vol­vía envolvente tortura

En el amor
nunca se llega a saber
con qué cosa es que se gana con qué se puede perder...


y le culebreaba en las sienes la angustia tantas veces abordada: por qué una rumba con este calor y este saoco tenía que convertirse en una cosa tan terriblemente triste.
Pero resultaba inevitable permanecer allí cerca, no para gozar la música –ajena– sino para vigilar los movimientos de la Isabela, y cada escena que lograba captar entre el tumulto le producía un resquebrajamiento de ánimos que no igualaba ningún guayabo ante­rior.
De cuando en cuando la mirada se abría paso, saciaba sus afanes vigilantes; de vez en vez el cansancio y un blando adormecimiento lo vencían, así ocurrió que entre dos parpadeos de descuido la Isabela fue arrastrada escaleras abajo y se escabulló de su vista, "Arrebata­da por un pajizo de ropa bonita", se dijo Tabaco al percatarse de la tragedia con un sobresalto, "que a lo mejor ni sabe lo que es pasar la Navidad en un hospital".
Se lanzó a recorrer, pistola por delante, los innumerables pasillos donde el frío era revolotear de oscuridades superpuestas, incorpórea pestilencia; hurgó cada vericueto del bloque desde la cueva de Hánsel hasta la fortaleza de Julito, desde los ascensores basta el úl­timo emporio de caña, pasando por los espacios olvidados entre el piso 14 y la azotea, donde gritos de vírgenes y profanas suelen atraer murmullos, cazadores de puta buena o simples vigilancias onanistas, "Dónde te estarán cogiendo, Isabela". Difícil admitir que la próxima vez vería a su hembra marchita en su propia pureza demolida; un vistazo más, un vacío más y un germen de llanto colmó la curvatu­ra del silencio.
En alguna entreplanta, una sombra fétida y una voz sin rostro lo llevaron a remolque hasta el pasillo del piso 4. De la figura se es­tiró un brazo que onduló hasta apuntar con el dedo índice la super­ficie del estacionamiento.
–Caballero: llegue hasta aquel Toyota blanco, luego cruce ha­cia la pared del módulo, camine un poco y ahí está. Están. En un Montecarlo negro. Yo no soy escaparate de nadie. Un fuerte ahí, pues, por el favor.
Tabaco salió con su tambalear característico hacia la madruga­da sucia de niebla estelar. Cierto vaho de ropas sudadas lo convir­tió en un borrón ambulante, el cañón apuntaba hacia abajo. Bordeó el Toyota. El muro lo ayudó a recuperar el equilibrio en dos ocasio­nes. El Montecarlo estaba allí, indefenso. Un hombre emergió por el lado del chofer. Tabaco levantó la terrible actitud cilíndrica del arma, apuntando recto a la boca del otro. Isabela se deshizo en crispaciones dentro de la nave.
El hombre, conocedor de historias semibárbaras, descubrió en el rostro de Tabaco a la fiera temida, al mismo que apareció semanas atrás estampado en una última página cualquiera con el número acusador a la altura del pecho y una leyenda brutal que pretendía condensar una faena homicida. Sintió el olor sulfatado del arma, su gélida firmeza rozándole el cutis bañado en gotas de miedo, la mano izquierda de Tabaco atenazándole el cuello, y después el ru­gido de pólvora que desgarró la música lejana.
El estruendo, que no provino del arma de Tabaco sino de otra a cinco metros de ellos, hizo que aquél soltara la suya, y aunque no sintió dolor alguno adivinó en el fluido caliente que le bajaba por la pierna la trayectoria limpia del proyectil. En un momento la os­curidad se volvió un desfile de policías agresores; un puñetazo in­tegro entre el pómulo y la oreja lo lanzó de cara al asfalto y el mundo se llenó dc burbujas. A través de ellas, atisbó al hombre dc la pinta consumido en una palidez de resurrecto y a la Isabela eje­cutando unos chillidos sin control desde la pulcritud del auto.
Se le oscurecieron los sentidos, la percepción del tiempo y del dolor; ahora está preso por cuadragésima o quincuagésima vez
–nadie sabe–; el viaje se hace demasiado largo "Esto-no-es-El-Mi­rador" la carretera se prolonga en sinuosidades y depresiones, en rodeos –un animal despiadado ruge se pierde en una nube de gri­tos retumba enloquece junto al dolor del frío la verguenza terrible vergúenza– hasta que el motor –animal cansado, rugido vacilante– se detiene. Cesa el ruido y alguien dice "Aquí-mismo-es" la puerta metálica se abre un par de brazos robustos lo halan por el pantalón está afuera respira "Apártate-de-la-patrulla" se aferra a ella le propinan un empujón cae de espaldas la herida hierve Tabaco gime lo levantan se alejan de él con ascomiedorrespeto ahora no quieren tocarlo ¡pinga!, no quieren soportar la acuosa mansedumbre sus ojos.
–Camina hacia allá.
Reconoce el sitio de tantas muertes sin explicación, "Carretera­vieja-de-La-Guaira", lo recuerda, es el lugar más frío del planeta, y también el más solo; las nubes se precipitan a ras del suelo. Tanta estrella que grita arriba y no se ve ninguna.

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Mujer de cabello Aquamarine

La mujer de cabello Aquamarine sale del catacúmbico Plan Dos, arroja el pico de botella contra la acera, PRAS, breve conato de universo en un mal charco –barrial anónimo. Tres pares de ojos que aún titilan a esas bajuras de la madrugada la escrutan, “ Ven acá, miamor”, persiguen el rastro de sus ropas holgadas, blaquísimas, sabor a sábado, “Bien lejos contigo, muchacho”, responde desde el tumbao y la pesadez y desplaza su desenfado calle abajo, la luz tierna brota y se esparce desde un poste mientras las sombra de la mujer graba movimientos de murciélago en el asfalto, “Sombras son la gente”, musita uno, “Mala no está, la muchacha”, dice otro. Se levantan los tres e inician sigiloso galope en fila india –TA-TRA-TA-TRA-TA-TRA los botines resuenan en la marcha redoblada hasta que la mujer de cabello Aquamarine voltea y los tres perciben a varios pasos de ella la tormenta rojiza de los ojos, “¡Verga!”, se detiene uno, los otros dos avanzan, el que se queda incrusta la mirada en el callejón Plan Dos y se pregunta “Qué vaina será aquella”, qué otra cosa podría ser: un hombre tumbado junto a la pared disparando una ráfaga de vista muy lejos, la boca abierta y un lago que se alarga en seudópodos hasta la botella recién estrellada — PRAS —, sus brillos planos enfrentan de rojo a lo oscuro, “ ¡Verga!”. Los otros dos se aproximan a la mujer, ésta se dobla hacia delante, “Qué nalgas, divinas”, dice uno. Ella recoje un objeto, algo sin forma, arma contundente. Por la calle suben dos hombres más, y la mujer, aunque dispuesta a muchas cosas, se sabe perdida, Hay una peste a hombre en la calle Sal Si Puedes...

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Pie de cerro y chaqueta

Tocado no; tocado de monte (de Venus) quizá, polvareda lunática en los ojos y un arenero de playa en la espalda. La tromba que es Yajaira fija en la memoria –su ventana en la mira cada día; hace tiempo que no sale–, muy cerca para verla en el balcón, para ol­fatearla incluso, pero muy lejos para llamarla de una buena vez “Hey pss-ss, mi cielo” sin que la madre descubra que la mucha­cha anda revolviéndose en trajines de sudor hombruno.
El mar enfrente, brisa enérgica, un sol cobarde que no hace som­bra –7:oo am–. Hánsel trata de recordar en qué circunstancia fue que llegó allí: la moto está tumbada junto a él –“¡Coño!”–, se palpa todo el cuerpo, no duele nada, no siente nada alarmante, no se ha caído, no está muerto. Recapitula y atrapa una vaga imagen nocturna: la autopista como un borrón luminoso a ciento y dele por hora, la ginebra bajando en brumoso ardor por el esófago, la incógnita persistente: “No has vuelto a salir, qué te habrá pasa­do”, la moto en automático recorrido: la latica de Polar en Macu­to, la ojeada de control frente al Meliá “Siempre hay una gringa chévere buscando un moreno como yo”, la árida espera, la impa­ciencia casi siempre invencible y “Vayan a hacerse rogar por el coñoesumadre”, de nuevo la evocación de Yajairita, “ya esa dijo que sí, ya mordió el anzuelo, se jodió”.
Enseguida un acelerón, la estela de combustible vivo, el esca­pe hirviente y la noche se vuelve polvo entre las piedras bajo el malecón –frsss–, rica la llovizna salada, rico el mar Caribe en­tre baches de somnolencia; luego la irrupción en una playa de múl­tiples amantes, los párpados vencidos y el vacío total del sueño en un remanso de Caraballeda.
Los primeros bañistas, las primeras carajitas del día dan un ro­deo para esquivarlo, “Bicho”, los recién llegados son una mancha
imprecisa, un bosque de desprecio. Nada le cuesta a Hánsel exte­riorizar unos gramos de resentimiento, “Ni que estuvieran tan bue­nas, mierdas”. Desde el fondo, un muchacho color de cobre acer­ca toda su robustez de bestia fílmica, vocifera algo sobre el res­peto y sobre la sangre y “Te voy a revolcar, maldito perro”, sacándose la franela. Hánsel se incorpora; todavía hay humo de sueño en los huesos, restos de niebla en los músculos; el sueño se clespega lentamente, muy lentamente, a pesar de que la alarma lo pone en tensión. El otro ensaya un movimiento que Hánsel recuer­da haber visto en alguna película oriental, y sonríe con soma y con tranquilidad. De pronto, el otro está sobre él. La mano, pinza despiadada sobre la nuca, le aplasta un lado del rostro sobre la are­na. A cada espiración, un remolino de partículas le persigue el in­terior de los ojos. Alrededor, los acompañantes del muchacho ríen, satisfechos en la contemplación de la hazaña, y hasta un poco de compasión manifiestan hacia el caído, “Déjalo, pobre pendejo”, y el fornido atacante lo suelta, “Si quieres más, me avisas”. Repen­tinamente se vuelve, regresa: “Este maldito no le ha pedido dis­culpas a las muchachas”. De nuevo el movimiento coreográfico; en una fracción de segundo el muchacho vuelve a atenazarlo y Hánsel cae en la misma humillante posición, mientras los otros comienzan a manipular la moto, van a encendería, “Con esta bi­cha llegamos a Caracas”.
En un momento de súbita lucidez, el caído descubre dos deta­lles: uno, los labios del muchacho tiemblan; dos, le han dejado una mano –la derecha– libre. El muchacho alcanza a decir “Pi-deles perdón, pídeles” y ya los nudillos de Hánsel se estrellan dos, tres, cuatro, seis veces desde su incómoda posición, en la cara del otro, cuyos labios ya no tiemblan: sangran. Hánsel lo ve recomen­zar su bailoteo con más desconcierto que coordinación. Espera otro ataque, ya el humo del sueño se ha ido, los buenos golpes conec­tados le insuflan una combatividad agradable, “Agárrame otra vez, mariquito”; los otros han dejado la moto en el suelo y comienzan a aupar al musculoso campañero: “Ahora, demuéstrale”.
El baile del joven se prolonga, la playa se llena de espectado­res. Al frío inicial le sigue un calor blando, un sudor dc sal que se adhiere al cuerpo. “Ah, no”, reflexiona Hánsel, “Este ya se rajó”, y baja la guardia para dirigirse a la moto. El muchacho no se decide todavía; un ojo con media visibilidad, una pequeña fuente roji­za en la boca, la vaga certeza de que es la primera vez que alguien le descompone la cara, y la ruidosa insistencia de sus amigos, lo impe­len a cobrarse el honor: salta, dobla el tronco, acciona un manotazo que hace crujir los dedos sobre la cabeza de Hánsel; éste cae de bruces pero se incorpora con el mismo movimiento. El muchacho salta de nuevo, ensaya la Media Nelson para volver a atenazarlo pero ahora los brazos de Hánsel se multiplican en una ráfaga has­ta que se hace imposible contabilizar los golpes que caen sobre el agresor: doce, quince, dieciocho.
Entonces ocurre. Alguien se acerca al joven y le coloca en las manos un arma llena de filos y dentaduras de acero: “Ahora sí, pide perdón, perro”. Hánsel sonríe, algo de gozo lo recorre; se in­dina, se alza una bota del pantalón, busca junto al tobillo. El otro se queda petrificado a medio camino, el aspecto de postrimería en los ojos cansados, en las cejas dobladas: Hánsel dispara hacia arriba y la multitud se dispersa en aparatosa confusión de alaridos.
Hermoso el mar Caribe; el agua agita unos destellos cortantes y, en su contemplación distraída, Hánsel decide que no vale la pena cambiar la posibilidad cercana y concreta de amar a Yajairita, por otra temporada en la cárcel. No escucha el ruego ni la explica­ción del otro, que permanece frente a él. Oculta el hierro cuando ve, al fondo de la avenida, una patrulla. Salta sobre la máquina, la hace rugir junto con su risa triunfal, “No se meta con los hom­bres, mijo”, le grita al muchacho, elude los alaridos de algunas niñas y enrumba con la moto hacia la avenida. Las huellas se gra­ban en la arena como una culebra reptante.

***

El bloque 1 de La Silsa hormiguea ese Sábado. El mediodía penetra el follaje de los eucaliptos grandísimos (Si, Extranjero: de los eucaliptos) y obliga a empuñar la cerveita. En la cancha resuenan el grito y el balonazo, los sudores hacen sltar expresiones de combate real, intenso. En el estacionamiento, la banca de caballos dá voces de estruendo cuando el ganador le depara unos centavos a algún apostador. Hánsel relata lo del imbécil que trató de joderlo “Y que querer meterle mano a papá, ¡ja!”. Se le ce­lebra, se le aplaude: si lo hubieran jodido así de fácil, ese no es del barrio.
La conversación desemboca por otros derroteros. Hánsel vacía una y otra cerveza, mira hacía el balcón –piso 2, apartamento 285–, retorna la melancolía, el autorreproche. “En el fondo es lo que dice Ojeda: Negro cobarde no empreña catira”. Cómo se le ha salvado esta nena, “Ya debería haberla gozado por lo menos seis veces”. El sol se torna fastidioso, “Esta gente está hablando mucha paja, camarada”, no se durmió bien anoche, la coñaza de esta mañana pasó su factura. De pronto la niña se asoma, pasa violenta revista sin parpadear y al fin ubica a Hánsel, que tuvo que devolver desde la garganta el último trago de cerveza; Yajaira da un vistazo dentro del apartamento, vuelve la mirada hacia Hánsel y construye una señal clarísima con la mano: el pulgar oprime al meñique y Hánsel interpreta: “A las tres”: qué buena señal, ahora sí, carajita, entren que caben cien: sólo falta una hora y ya te veo llorando, mujer divina, cómo fascinas y me iluminas el corazón “Como una perra, como una perra vas a llorar cuando te acabe adentro... “
Corre a su apartamento, ametralla con aparatoso saludo a la familia y entra directo al baño, se quita los zapatos y la camisa blanda de sudor. Termina de desnudarse y se mete, tibio, elástico bajo la ducha. Abre el grifo y el agua de transparencia plomiza sale violenta, gruesa de frescura. Salta el agua en la cabeza y los hombros; le azota las espaldas que brillan con luz de cobre. Los músculos del abdomen levantan suaves colinitas de cobre y som­ira. Y el agua fresca que lo cubre todo, abajo, sobre los pies amarillos, cae ruidosamente, y las reflexiones se dejan colar de los labios hacia afuera

...esas fiestas de club privado son una cosa distinta, nada de arrebatarse y querer montarle un hijo a la nena en el acto. No hay hueco donde meterse. Una mujercita que no conoces puede aceptar un beso un apretón medio casual una mano audaz –tú sabes cómo es la vaina– luego pue­des intentar un escape veloz y si te sale bien la cosa de
repente se apasiono, enloquece y quiere que la mates pero no aquí, mi cielo, de cualquier esquina sale un bandón de policías y son capaces de hacerme ellos el daño y cuidado que hasta te cogen a ti también, lástima que no tengas real para el hotel
–No, no es eso, es que a esta hora no vamos a conseguir
–Entonces otro día será
–¿Pero miamor
–Chao, si no puedes no puedes
y tú sabes que esos chances así no repiten, a lo mejor si tuviera un carro, pero ningún culito decente se va a montar en una moto.
Lo de aquella vez con Yajairita se me frustró por otra ra­zón: esa noche me senté con el Ayatola, Oscar y Alcides frente al club aquel del Paraíso; ella estaba ahí en la fiesta de nosequiencoño que se casaba. Pero verás que no eran ni tan estúpidos los bichos de la fiesta. Desde afuera oíamos el rumbón: Cómo llegaste a mifaléjate, Bandolera, y noso­tros con una mochoe carterita de anis y una de Motatán porque eso es lo que bebe Javier, el Ayatola, y ninguna nos duró más de cinco minutos, de todos modos nos quedamos para vacilar la música, sabroso mi rico son. De repente salió Yajaira y los cuatro buitres le caímos encima:
–Sácate un trago ahí, miamor (dijo Oscar)
–Aunque sea un vasito, mamita (dijo el Ayatola)
–Deja ver qué consigo (dijo Yajairita)
–Y después te quedas afuera un rato (dijo Alcides sin mu­cha convicción, por lo de la fidelidad a Susana)
–Pa quebailemos largo y bonito, micielo (dije yo)
La nena fue adentro y al rato salió con un bulto extraño bajo la chaqueta. Un portero la detuvo y ella le dijo alguna vaina y lo amansé con una sonrisa de esas bestiales de las suyas.
A Oscar y al Ayatola se le salieron los ojos “¡Coño!” cuando Yajaira sacó esa botella grandísima, enterita, el Alcides ape­nos se alegré porque lo suyo es Ismael Quintana palante y no tardaban en ponerlo a sonar y yo qué botellegiiiski ni qué Vamonos palmonte ni qué Palmieri, con esa muchacha ahí
toda contenta de ver a su gente, esa pinta de mujer grande ese tamaño esas ganas de bailar y cansada de esos gUevones de ahí dentro. Cuando empezó Paula Ce algo me corrió por el estómago, la tomé suave suave suave y dimos varias vueltas, rápido, luego la bailé cerquita, comencé a hablarle y ella sin saber qué le decía porque le hablé muy bajo a propósito, me contestaba sí-si y me arrojaba un aliento a frutas –no bebe la chama– así que cuando cayó en la trampa y tuvo que acercarse para oir bien yo también me acerqué a su oído y ahora si entendió porque alcé un poco la voz y ella se paró en seco con un temblor divino, luego se dejó bailar un rato más, me dejó hablarle de las cosas que íbamos a hacei de los sitios donde la iba a llevar
–Un claro en el Avila donde se ve toda Caracas sin un policía que nos moleste (le dije)
–Bueno. Está bien (me dijo) y me la hubiera llevado de una vez si no hubiera salido la madre toda amotinada “¡Qué coño haces tú ahí!” y ella me dejó un calor loco en la ropa y se fue con las mejillas rojas de tanta suciedad de hombre que le dije. Ya era madrugada, tenía hasta ganas de llover pero nos que­damos, Alcides, el Ayatola, Oscar y yo, para seguir escuchan­do la música en la acera oscurísima

Y aunque parezca raro
me hizo ver con más claridad
lo que es amar a una mujer...


***

Ella en la habitación se debate en sobresaltos, caramba, cómo pa­recer natural y convincente: ya a la madre le han llegado rumorcitos extraños (alguna rata del liceo ¡e está puyando a la hija, señora Car­men) y la salida a la calle se toma cada día más difícil, pero bueno, siempre queda una amiga dispuesta a asegurar incluso entre torturas que Yajairita estuvo con ella. Sólo que entonces debe sacrificar los deseos de presentarse con buenas ropas al matador y salir con cual-
quier trapo de entresemana para no poner alerta a la madre: desde aquella noche en la fiesta ha multiplicado por cuatro la vigilancia.
Lleva un jean sacrificado a tijera que le deja afuera la parte baja de las nalgas; una franelita a punto de perder la batalla contra unas tetas imponentes: son las ropas de todos los días, las ropas para permane­cer en el mundo mientras no hay nada importante que hacer. Piensa durante varios segundos y al fin decide calzarse una falda a la que le falta mucho trayecto para bajar hasta la rodilla; se planta frente al espejo, da media vuelta para quedar de espaldas a él, sube la falda, baja la pantaletica: la luz se detiene en su piel como en la carne de las peras.
Sale a la sala, se dirige a la puerta, va a abrirla; la madre lanza un corto alardo: “A limpiar la cocina”.

***

El gesto había sido claro: pulgar aprisionando al meñique, eso sig­nifica A las tres. Se alarga la espera, la hora llega y se diluye con igual silenciosa discreción.
Hánsel, forrado en jean y chaqueta negra –cuero aromático–, esa pinta que lo hace parecer aventurero cinematográfico, zigzaguea bajo el frío incipiente de las siete, rehúye saludos y generosas invitaciones, “Bueno, pero qué le pasó a éste”, no ha querido probar una cerveza más, el ansia y el empuje contenidos en la mirada sin blanco fijo. La cancha se queda vacía y oscura, los rematadores de caballos se han ido a celebrar o a lamentarse –se pierde o se gana–; la planta queda más o menos vacía: uno o dos grupos de compas que siguen hablando manqueras y los jíbaros que empiezan a rondar la zona. Los choros empezarán a bajar más tarde, el último verguero con los del bloque 45 los puso a pensar “Pinga, es mejor salir un poco más tarde”. Hay mú­sica en varios apartamentos, cómo rumbea esta gente. Cuando hay fiesta en casa de los Victoria, allá en el piso 11, los demás dicen Hay reunión en la cima. Porque hay que ver qué clase de rumbas son esas. Díselo, Andy Montañez. ¿La hora? las cinco, seis, seis y media.

***

Hermosa, hermosa: qué importa haber esperado hasta las ocho. Hasta la cuota de malicia de Hánsel se ve rebasada:
–Yo de todos modos iba a traerte temprano, nenita.
Y enfrente de él las ropas sencillitas, mojadas de oficio de hogar, dejar entrever protuberancias espeluznantes, de mujer al acecho. El horror-vergilenza-arrepentimiento tardío se le sube a los ojos a punto de aguacero.
–No pude salir antes–. Una sonrisa quebrada.

***

Quién no lo conoce: Honda 250, roja; en cambio cuesta un poco adivinar de qué parte del cielo cayó esa tierna, ahí en la parrilla be­biéndose el humo de la ciudad, asida como un insecto al tipo de mil jornadas. Como un soplo fugaz dejan atrás Los Flores, la avenida Su­cre queda atrás también luego de algunas fintas de serpiente. Miraflores y un fragmento de La Pastora los ven enrumbar hacia la Cota Mil, En algún raudo punto de la autopista Hánsel escucha a sus espaldas algo como “Ya no quiero”; locura y fragor cardíaco. Una blandura lo reco­rre por dentro, menguándole la furia de potente matador, “Ahí está la vaina, ahora no me atrevo”, hiriente reflexión luego de haber soñado y estudiado y repasado las diversas variantes del encuentro con su cuer­po.
Pero la máquina toma el cruce previsto, da un rodeo en La Castella­na –Sifrinos del coño, aprovecha y dice–, llegan al final de una breve avenida y de súbito comienza la selva, pie de cerro, angosto camino, la brisa silba un olor a tempestades.
Final de atrevimiento, reposo del guerrero. Recién terminan los ins­tantes mejores: un limpio forcejeo al ubicar el sitio adecuado –era verdad: Caracas estaba muy abajo, ciega, y la autoridad de uniforme era una pesadilla abisal, una saeta que hería débilmente, desde muy lejos–. Luego la gloria en concreto.
–Tengo frío (Yajaira)
–Está haciendo frío (Hánsel)
–No te quites nada (Yajaira, en un temblor sin control)
–Levántate tú esto, que yo te quito esto (Hánsel)
Yajairita (niña, muy niña) ensayó unas caricias de miedo.
–Déjame la chaqueta, que hace frío en esta vaina (Hánsel)
y ella de rodillas, de espaldas, a caballo, de atroces modos con la boca, con la dura-blanda vagina (mujer ingenua e inmensa) finalmente con el matador sobre ella, forrado en cuero aromático, negro impenetra­ble, insertado en la noche de la cintura hacia arriba, incrustado en ella de la cintura hacia abajo. Yajaira –diluvio total en los ojos, la respira­ción dificultosa– se entregó a la alimaña de calor celestial que el retozó y le retozó desde el vientre hasta los pulmones.
Ahora resopla metido hasta la cintura entre sus piernas, exhausto; la corta hierba sobre la que ella está tumbada conserva algo de mullido escozor, pero el frío golpea. El pantalón de él a la altura de las rodillas, incómoda posición para empezar a incorporarse. Yajaira deja escapar un hilo de hormigas de llanto, un espamo. Hánsel presiente, en medio del atormentado mareo, el trabajo de siglos que ha de costarle desterraría de su piel.
Los movimientos se inician, lentos, Yajaira le pasa una mano por la espalda sensible, luego remueve los cabellos recios, busca la nuca una suave tenaza que por momentos resultó familiar: No se meta con los hombres, mijo, recuerda Hánsel el existoso combate de la mañana.
Caracas sigue abajo, lejos, ciega; la policía y todos los jóvenes co­lor de cobre sobre la tierra son un maldito y profundo recuerdo.

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Noticias

toma sus sueños raídos
los parcha con esperanzas...
Rubén Blades,
Pablo Pueblo.

La Mestiza había salido temprano, la luz escasa salpicándole la piel de resplandores fríos. El viejo emergió del rancio desacomo­do de las cobijas y desplazó su crepitación de huesos y siglos hacia el jardín. Lo encontró con el invicto orgullo de siempre: las hile­ras de rosas, los profusos colgantes de helechos habían terminado por convertirse en un punto de referencia en medio de lo laberín­tico del barrio.
El viejo apuntó con la manguera; opuso el dedo pulgar al inusi­tado ímpetu del chorro para convertirlo en un abanico de lluvia cándida. La lozanía vegetal le sugirió que quizá su cuerpo triste necesitaba el mismo tratamiento (además había que aprovechar el raro acontecimiento: el agua manaba por los tubos). Comenzaba a quitarse los harapos, camino de la caseta de zinc, cuando escuchó unos toques violentos en la puerta. Fue a abrir y entraron unos hom­bres: "Nosdías".
Sin más, empezaron a sacar las cosas, las pocas cosas que te­nía. El se pegó a la pared, quieto y pobre, y de algún lugar sacó coraje para preguntarle si podían darle unos días más.
—Ya veré de dónde saco esos reales.
—Eso es mucha plata para usted —le respondió el que miraba los trastes y tomaba nota en una libreta, el mismo que había ido a cobrarle tantas veces. Los otros iban, venían; sacaron un radio decimonónico, unos malos taburetes, una vitrina inmensa llena de cucarachas petrificadas; un cofre antiguo rematado en bronce dio algún trabajo pero al fin fue a parar también al camión, mientras los vecinos llenaban la acera, las ventanas y enfrente, murmurando, maldiciendo.
—¿Tienes quinientos bolos ahí? —dijo de pronto el que dirigía la operación—...
—Entonces qué me llevo. Todavía me debe quinientos, y ya no hay nada que valga la pena. Si quiere me llevo el rancho.
—¿Me llevo los gatos? ¿Me llevo a su mujer?
—No —intervino un niño desde la puerta—, a la Mestiza no.
Un montón de ojos titiló entre murmullos y el jardín se llenó de la limpia amargura del barrio. El viejo se pegó aún más a la pared, espe­rando. "Qué le voy a decir a la Mestiza". El otro gritó desde atrás de una pared de cartón piedra "Ah, pero aquí te queda una comida, unas latas...".
El viejo dio un salto, "Espere, espere", y la sorna del advenedizo le atizó temblores de impotencia.
—Bueno, también me puedo llevar el materío ese que tiene ahí en el jardín; algún provecho le saco. Dígalo, pues: la comida, las matas o me pare quinientos.
Después de un largo susurro reflexivo, el viejo estalló en una rabia triste:
—Llévate tu vaina, trágatela, métetela por detrás, pero a mis matas ni las mires. Fuera de mi mierda.
En un momento salieron hacia la mañana cruda del miércoles; los recibió un tumulto de curiosos y de colores recién despiertos. El ca­mión levantó una polvareda y se perdió calle abajo. Alguien lanzó un comentario, más reproche que condolencia: "Ahora vas a comer flo­res, pendejo".
La Mestiza subió rato después, acezante. De boca en boca, la noticia del despojo había llegado a sus oídos, por eso la sorprendió la sonrisa del viejo, más viejo y contento que nunca, la deslumbró el olor a tierra moja­da y el jardín dorado de brillos, la volvieron a alegrar la rica música de Elisa, en el rancho de al lado, y el gentío bailando a pleno sol como si fuera viernes, sábado, domingo.

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Cierta discordia

Rumba en casa de Enrique, barrio Sucre: José Mangual Jr. había em­pezado a tejer un repique incontrolable de cueros, 1-lánsel había lanza­do su vaso veinte casas más arriba en un ataque de sabor “¡Nojoda!”; Luis ya arremolinaba toda la flacura de Sonia para descargar divino con el cutucuplá-cuplá inmenso, cuando de pronto la luz adquirió un amarillo débil, brilló con energía sideral durante una fracción de segundo y se apagó para siempre; el gentío maldijo a la madre que te parió, luz, yo mismo salí afuera para ver si se trataba de algún sabotea­dor, pero no: se fue la luz, se acabó la rumba, nos jodimos. Tanta caña que compró el flaco, pobre hombre. Luis, que no tenía sino que dar tres pasos, cruzar el callejón y abrir la puerta de la casa de Sonia, lo hizo: agarró una botella, abrazó a Sonia, dio tres pasos en el callejón y se enconchó en la casa, a pesar de la mirada de cerdos que le disparó su suegra. Los demás cogimos palco un poco más arriba, en las escale­ras: ya sabíamos lo que venía. Primito se acercó, dejó pasar un mo­mento de neblina y comenzó.

En la galaxia espiral de Andrómeda
existe un florido planeta
donde los ríos no ahogan al mar…

y no hubo forma de que parara; nos tocó entonces bebernos el poema junto con el ron, lánguidos, hasta que Primito concluyó

Donde la noche es vino y alegría
hasta el amanecer
Su capital es una ciudad resplandeciente
llamada Estefanía.
Donde tú tienes señorío. Donde eres reina.
Ese planeta es mi corazón errante.

Como siempre, Urraca intentó abolir con una carcajada el efecto del poema. Inútil: todavía puedo recordar el intercambio de susu­rros atónitos entre las siluetas echadas en el callejón, la respira­ción de Primito luego de concluir el apasionado declamar, el si­lencio y la nocturnidad y el rancherio interminable bajo un cielo geométrico. Y la borrachera: mi segunda o tercera apenas. Trece años y ya conocía de ojeras lacustres y de llanto de pecho resque­brajado.
“Así que esto es poesía”, pensé entonces, y casi agradecí el apa­gón que nos arrancó del tocadiscos y alboroté en Primito el insec­to del poema. “Whitman, Vallejo, los hermanos Lebrón, es la mis­ma cosa”, había gritado en el fragor de los primeros tragos, y el grupo, que podía resignarse a sobrellevar la noche sin música, pero que por nada estaba dispuesto a perdonar las botellas de ron del flaco Enrique, se instaló en las escaleras con la caña hereje y el Primito se volvió a descerrajar en modulaciones de océano inquie­to, especie de rumba estática, sin clave ni tambó, el desfile de imágenes y el frío aliento a cerro; tras la neblina, sólo unas casas inertes que escuchaban.
“Así que eso es un poema”, y el fantasma del ridículo comen­zó a mariposearme tras las orejas, “De modo que un poema es esto y no la porquería que le escribí a Adriana”, las ganas de perder­me de la tierra aunque tocado de gratitud hacia Primito: “Así que lo que acaba de recitar ese perro es un poema”. A fin de cuentas, ya tendría tiempo para ir a reivindicarme, pero caramba, por qué tuve que entregarle el infame papelito a la nena.
Continué el largo aguacero del verbo, otras andanadas de sen­sualidad, el rostro de Adriana fotografiado para siempre frente a los ojos y los embates de agridulce en el fondo del cuerpo.

Eran los días de la discordia –famosa discordia: la muchachera del bloque 20 llegó a dividirse en dos bandos: los que sostenían Marcia –eclosión marina en los ojos, unos senos siempre libres de ataduras– era la niña más divina de la creación, por un lado; en el otro, quienes elevábamos a Adriana–color de tierra, caderas imposibles, intacta e intocable a sus dieciséis– a categorías planetarias. Y ambas, enteradas de la artificial y rara con­frontación, asumieron su protagonismo en forma de virulenta riva­lidad:
–Esa Marcía ha tenido más novios que reglas.
–La tal Adriana cree que la gente es gafa: cualquiera cree que nunca la han prensado.
Y las tertulias con una y otra se convertían en disertaciones so­bre lo que la otra o la una era capaz de hacer con un hombre. Así, la balanza se inclinaba fácilmente hacía Adriana, porque en efecto a Marcia se le había conocido cerca de una docena de compañeros –los enumerábamos: Charli, Ramiro, el hombre del Malibú, el del taxi...–, mientras Adriana sólo tenía en su haber galanes en retira­da, tipos insistentes que, a petición de ella, salían espantados por las balas de los fieles malandros del bloque, sus admiradores y pro­tectores incondicionales. Uno de estos aspirantes sin fortuna fue un flaquito de El Valle conocido como Joselolo, quien a cuenta de choro nuevo salió a robarse una bicicleta para ver si con ella lograba marear a la hembra, pero sólo consiguió una golpiza y una pasantía gratis por un retén de menores: en el mismísimo mercado de Quin­ta Crespo lo sorprendieron metiendo mano a una bicicleta de repar­to, y en el acto le cayó merecumbé.
Las reuniones se desarrollaban, pues, en el liceo (donde Adriana lograba a duras penas rebasar los martirios de la secundaria), y en la biblioteca de La Cañada (con Marcía en plena labor o eludiendo el hastío de las tardes sin concurrencia). Otras veces en los pasillos del bloque. O en los momentos en que alguna bajaba a la cancha, a cualquier parte, y se le sacaban dos o tres palabras, “Oye, la otra dijo que”, y la risotada luego de la amarga respuesta. En todos es­tos casos yo me limitaba a escucharla, a deshacerme en el mutismo propio de los enamorados sin salida.
Una tarde, consumido en semejante calvario, opté por ensayar un montón de palabras que se me antojaron melodiosas, escribirlas en un papel de tonos delicados y colocársela abruptamente en las ma­nos a Adriana, con una mezcla de desparpajo y horror, como quien violenta el mostrador de una joyería. “Toma, mamita, toma”, y hui del liceo hacia cualquier parte. Una hora después, al aterrizar, esta­ba eufórico: “Lo hice, nojoda, ya lo hice”.
Entonces el reproche de los conocidos, de mis hermanos, “Qué coño le pasa a éste”, porque resultaba extraña la mutación del mu­chachito, deportista para colmo, que de tanta joda los vecinos lo te­nían en la mira, el bichito que tanto brinco y pataleo enérgico ejecu­taba hasta bien entrada la noche, de pronto se volvió la flor de la paja, una murmuradera en lo solitario absoluto del cuarto, el repentino interés por la curda, los llantos torrenciales en mitad del delirio y una leedera y esa amistad insólita con la gente del barrio Sucre “Te van a ensartar un día de estos”, y el divorcio de las obligaciones liceístas “Entonces qué tanto lees si lo que vas a ser es borracho”. Y el alien­to perdido en agrios versos. Te pareces al mundo en tu actitud de entrega, mi cuerpo de labriego salvaje te socava y hace saltar el hijo del fondo de la tierra, versos que en ocasiones me obligaban a hacer preguntas.
–Urraca, qué significa socava.
Y el perrísimo se quedaba mirando el poema y soltaba la explica­ción más contundente.
–Bueno, que el labriego es un salvaje que le acaba adentro a la mujer y le hace saltar el hijo que lleva en la barriga, con todo y tie­rra ¡Cuaaaaa! –la carcajada se escuchaba en todo el bloque.
Pablo apareció una noche en mi casa, exaltado. De entrada, soltó:
–Me dijeron algo por ahí, oí algo.
“Ya se regó la cosa”, pensé. Pero el amigo dijo haber ido por me­nesteres más urgentes.
–Vamos a echarle una vaina a Marcia.
–Quién, quiénes, cómo.
–Tú y yo. Adriana creo que viene.
Un vacío me arrugó el estómago. En un instante estábamos en plan­ta baja, salimos hacia el jardín.
–Qué es lo que vamos a hacer.
–Vamos a la biblioteca. Marcia debe tener por ahí algo guarda­do, quién sabe. Por lo menos que le saboteemos el trabajo, o queme­mos esa verga.
–Pero a esta hora no hay nadie ahí, está cerrada.
–Por eso mismo, maricón –me sacudió.
–Ya entiendo. Y qué es lo que le vamos a sabotear.
–Vamos a ver, vamos a ver.
Llegamos a los ascensores, de donde surgió el brillo impactante, las caderas inmensas, el vapor tenue de una falda elástica, su gesto cómplice con los ojos y la marcha cautelosa rumbo al 19, por la parte de atrás para despistar. Apenas me dirigió media mirada que­mante.
A diez o quince metros del objetivo, de algún lugar salió Manoco.
Un poco a la zaga, me llené de teorías: 1) no leyó el papelito, el poema; 2) lo leyó y le interesó una mierda; 3) lo leyó y no lo en­tendió, no captó la intención; 4) lo leyó pero ya no se acuerda; 5) lo leyó, le interesó muchísimo, descubrió que estaba loca por mí pero lo simula muy bien, por las apariencias.
Los ojos de Manoco –integrado al grupo sin que nadie lo invi­tara– apenas parpadeaban, fijos en Adriana. Ella, en un instante que me pareció celestial, nos colocó una mano en el hombro a Pablo y a mí, acercó el rostro, su aliento a brisa de playa salvaje: “Vamos a dejar que éste nos ayude con la puerta”. Manoco hizo una señal si­gilosa, trepó por una pared hacia el techo y algunos segundos des­pués la puerta se abrió, sin el estruendo que temíamos.
Entramos; Manoco, un poco viejo para aquellos juegos y hasta peligroso por la famita que desde ya comenzaba a cosechar, hizo una reverencia exagerada y se dirigió a la hembra: “Adelante, mi reina”.
Adriana voló directo al escritorio de la rival, Pablo y yo forcejeamos con las gavetas. Manoco paseó entre los estantes sin la menor devoción, emitió un corto suspiro aburrido y se dirigió a la parte trasera, allá donde todo quedaba en sombras. Pablo se esme­raba en violentar el escritorio; Adriana apenas hacía mido, ocupada en destrozarse las uñas con nerviosa premura.
Me entretuve unos momentos hojeando libros; un silencioso tubo de claridad llegaba desde afuera por una abertura y el único trabajo era mover dentro de él las páginas amarillentas. Volteé una y más veces para ver a la nena, “En qué estará pensando, no me puede ignorar así”. Continué leyendo sin leer, temblando de inquietud. “A lo mejor si me le acerco”. De pronto, cuando volví a mirar hacia el escritorio, ya no estaba. Me aproximé a Pablo para preguntarle por ella: no sabía, “Estaba aquí ahorita”, dijo, justo en el momento en que alcanzamos a ver la sombra ágil que salió del baño y la atrapé junto a su débil desconcierto, junto a sus sudores aromáticos.
Lo que siguió fue un perplejo terror vertiginoso, el ruego al hom­bre, “Suéltala, qué es lo que quieres”, después el silencio en tensión para oír lo que ocurría adentro: las súplicas de Adriana “Nopor­favor-noporfavor”, la amenaza de Manoco “Pórtatebien y te suelto rápido”, luego el chillido casi cómplice de Adriana confundiéndose con el llanto y el dolor “No no damecoñoay”.
Y quizá lo peor; la irrupción de Marcia con dos hombres justo en el momento en que Adriana salía del baño con la mudez, el trastabillar y el rubor propios del fin del delito.
La evidencia le bajaba, púrpura y blanca-espesa, por aquellas pier­nas macizas.

***

Rumba en casa de Enrique, barrio Sucre: José Mangual Jr. termi­nó su repique bárbaro de cueros, Hánsel se acercó a la puerta con un gesto sudoroso y arrasó cuatro dedos de ron en un solo movimiento; produjo un sonido óseo al masticar los restos de hielo. Luego, fiel a una costumbre vesánica, salió al callejón y lanzó el vaso muy lejos, “¡Nojoda!, tan lejos como pudo su brazo trenzado de fibras y cora­jes. Luis dejó a Sonia exhausta –esa forma vertiginosa de bailar era difícil de seguir– y ella encontró una forma de escapar por un mo­mento del furioso bailador: “Voy a ver a Omarcito, que no se quiere dormir”.
Esa noche no hubo apagón, no hubo poesía, no hubo trueno vocal de Primito. Otra vez La Ponceña en lugar de Vallejo, El Gran Com­bo en lugar de Whitman. Cerveza y ron en plan estelar y una marea alta de vecinos que impregnaron el callejón con su alegría a flor de grito. Y sobre mí, una regadera de preguntas, la sed de noticias, “Qué pasó, cómo fue aquello”, el desmembramiento del mito de la más bella, del único amor posible hasta entonces, de la mejor.

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Cuerpo de noche

ni hay respuesta
a la pregunta:
¿para qué uno muere?
Rubén Blades.
Agua de Luna.
El olor a cuerpo-echado-a-perder se aplasta en los pulmones con una fiereza casi maligna. El monte que corta-baña-arde se pega en la piel ha crecido -y cómo ha crecido: del lado derecho, por la parte de arri­ba, sólo pueden verse los dos últimos pisos del superbloque. Del lado izquierdo donde no hay monte se ve todo el rancherío de Camboya y sus emanaciones cloacales. Y arriba un cielo gris cae desbordado-oceá­nico y de igual manera se desborda la misma inacabable pieza en casa de Añor.

Noche como bocae lobo
y un poco de lluvia fría


canción bien sabrosa –de acuerdo, bien por La Ponceña– pero ya casi amanece y el Añor la pone la pone y la vuelve a repetir desde las dos de la madrugada: qué verga.
Por otra parte, Primito no ha parado de decirlo: “Por ahí cayó. Es­taba en uno de esos dos techos –en ese o en ese– y de pronto una ráfaga de metralla lo partió por el medio y lo desbarrancó hasta ahí hasta el monte”. Nadie le había hecho caso la primera vez: cómo mue­ve la lengua el muchacho. Así que pasaron tres días desde la primera vez que lo dijo hasta que se dio esta fiesta en casa de Añor; entonces empezó a conmoverlos el tufo que circulaba con una presencia casi sólida. Luego reventó la lluvia y el olor atizado hirvió y resbaló por la noche como bocae lobo y un poco de lluvia fría y más tarde el cuento de Primito: “Se lo estoy diciendo, yo lo vi, estaba en uno de esos techos y después hizo pla-pla-pla y cayó en el matorral”. Se hicieron las dos las tres, tres y media y el olor a cuerpo echa­do a perder y la ladilla del Primito y la cancioncita Noche como bocae lobo y un poco de lluvia fría terminaron por espantar a las mujeres. Añor se quedó con las ganas de bailar su canción con Elisa, el Manso no se reconcilió con Marcia y lo que quedó en el aire fue el tufo y la fiereza maligna y el olor a cuerpo echado a perder comenzando a apretar fuerte en los pulmones. Y la ladilla de Primito: “Yo lo vi: desde aquel techo cayó”.
Nunca ha faltado la caña, así que le dieron duro a una pechocuadrao de pampero y lo único medio jodedor seguía siendo el hedor, el indetenible parloteo de Primito “Cayó desde esa casa... o desde esa otra que está más abajo, no me acuerdo bien” y la can­ción que no terminaba de saciarle la nota al Añor: “Pero óiganla, óiganla bien, lo que pasa es que ustedes no le han parado bolas:

Noche como bocae lobo
y un poco de lluvia fría


Noche oscura, qué agonía: como a las cuatro, desde algún rin­cón del hastío reventó Rubén: “Al coñoetumierda, Primito, qué ver­ga es”; un forcejeo en mitad de la pea, un mar de brazos –pulpo sordo–, un empujón y luego unos gritos vencidos. Tras algún re­lámpago que rompió la lluvia –fría– Mauri disparó la amenaza concreta: “Nos vamos al matorral. Todos. Si no encontramos al muerto del carajo te coñaceamos entre todos. Qué dices, Primi­to”, y sonaba seria la cuestión. Primito produjo un silencio mur­murante y al fin estrelló el vaso contra la pared: “En esa casa estaba o en aquella, mierdas, y cayó en ese matorral porque la ráfaga lo abrió por el medio, hasta una tripa voló por aquel lado y ustedes no me hicieron caso”.
Mauri, Calixto y el Manso en el acto dijeron: “Le damos, pues”; Rubén, Hánsel y Urraca recularon al principio, luego vencieron el recelo con dos fondoblancos de ron: “Le damos”, y Añor, que des­de hacía rato no entendía qué estaba ocurriendo a dos centímetros de la piedra de sus ojos caídos, se quedó llenando toda Camboya con su Noche como bocae lobo y un poco de lluvia fría y la fría lluvia de verdad-verdad arreció sobre la madrugada cruda y el he­dor a cuerpo echado a perder comenzaba a filtrarse en los pulmo­nes; los hombres descendieron por un callejón, botella bajo el bra­zo, bajaron un poco más por unas escaleras olvidadas y se desli­zaron por el basuramen.
Hierba cortante, noche oscura, bocae lobo, qué agonía: el olor a cuerpo echado a perder se aplasta en los pulmones con fiereza casi maligna y suda corta arde lame la piel este monte que ha cre­cido burda de aquel lado un superbloque huérfano de luces y del otro Camboya y la oscura lluvia –fría– montón de ranchos en­sartados a un cerro que puede venirse abajo con un buen estornu­do y tiembla con cada grito en las noches como bocas de lobo y un arroyito de orines y vainas verdes burbujeantes se desploma desde unas tuberías desde este grueso ( ) pero cómo y para qué volver atrás si el ron calienta y el Primito jode y jode y jode “Si no fue en esa casa fue en aquella otra, pero seguro que cayó en ese matorral, es que un metrallazo lo abrió como a una salchicha y yo les dije ¡coño, miren! y ustedes no me hicieron caso” y el olor un poco pesado en los pulmones y unas hojas largas malasangres acariciándoles los brazos la cara y de­jándoles un rastro ardiente aunque los alivia un poco lo frío de la lluvia –fría– y la insistencia de Primito “Yo lo vi”; caminan en hilera –Hánsel-Rubén-Primito-Mauri-Urraca-El Manso-Calixto– bajo la lluvia fría.
Pero no aparece el cuerpo. Y Añor desde arriba, desde el ran­cho: Noche como bocae lobo. Mauri intenta ordenar un plan: “va­mos a separarnos: ustedes dos se van por aquí, tú y tú por aquí...”. Urraca balbucea un sarcasmo: “Ay sí, a lo mejor estamos perdi­dos en un tremendo bosque” y la carcajada “Cuaaaa” truena jun­to con la centella colosal que se zambulle tras el superbloque, cosa difícil detener la risa de Urraca. Los tragos dejan un largo incen­dio en la garganta y hacen más soportable el vapor helado –enor­me ráfaga de aguapura-agualimpia-aguasanta-aguadeluna buscan, revisan, interrogan a la noche como bocae lobo y no hay muerto, no hay cuerpo, no hay respuesta.
Largo ron quemante baja al centro del cuerpo –no hay cuer­po– el olor rebasa los pulmones como bocaelluvia-nochelobo-no hay respuesta ¿para qué uno muere?
–A lo mejor fue en aquella otra casa (dice Primito)
y avanzan -no hay retroceso-no hay cuerpo-no hay respuesta ¿para qué uno muere?
–Palantespallá (dice Urraca)
pero no aparece el muerto. Mauri es el primero en decirlo:
–Por algo estamos aquí
como noche boca-lobo frío Añor despedaza la paciencia, cómo jode.
–Por algo estamos aquí: tiene que haber un muerto (dice Mauri)
–Claro, yo lo vi (Primito)
–Pero no hay cuerpo ni hay muerto y u2 entiendes que por algo estamos aqu4 has jodido mucho, Primito (Rubén)
–Tiene que haber un muerto (Mauri)
–Claro, así es (Primito)
–Entonces ponte a rezar: aquí tiene que haber un muerto (Mauri, sacando un arma)
Largo ron quemante se evapora entre espasmos: Primito tambalea, ejecuta un salto hacia la derecha y cae enredado en el monte –ha cre­cido mucho–, el 38 corto relumbra en manos de Mauri, cañón crudo-macizo como en tensión y un relámpago –hilo lentísimo– vuelve a zambullirse tras el bloque sin luz; Mauri se lanza tras Primito y ruge, amenaza “No hay respuesta” no hay aire sino un peso de bullicios hir­vientes que quiebra los pulmones “tiene que haber un muerto”.
De pronto Urraca siente un crujido bajo el pie, luego resbala sobre una lenta carnosidad húmeda; el olor es un reflujo que agota, debela. Calixto y Mauri se parten en arcadas, largo ron quemante sube, sube y explota en las bocas como bocas de lobo en forma de ácidos volcanes; El Manso, Rubén y Urraca hacen lo mismo y Hánsel pega la espalda al cerro que destila agua verde, Primito vomita y ensaya una risa triunfal mientras la pieza Noche como bocae lobo avanza con la lluvia y un pulpo sordo se traga toda el agua de su trepidar incontenible. El pie de Urraca se aparta y bajo él aparece un reguero de dientes y una boca enorme abierta hasta más nunca como boca de lobo o boca de hombre putrefacto que bebe lluvia fría, amanecer negrísimo, Para qué uno muere, hierba cortante.

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Tal vez bramó pidiendo que le ayudaran

Para Genesse y Morella Duque, familia

1
Llega hasta la reja, va a abrirla para salir hacia la calle. Del otro lado, a veinte centímetros de él, un rostro largo, oscuro, raza dóberman, le vuelca una mirada desde su locura aplastante, desde su intensidad hecha jadeos y fauces blanquecinas.
Piensa en las cosas que le han dicho de Dios, en fieras poderosas e improbables, en cosas que temer, y comprende que el camino hacia la escuela está bloqueado para siempre por ese obstáculo de tercio­pelo ansioso, collar blindado y pupilas de cuarzo. Un hombre vigila, aburrido, el periplo del animal, mientras con una cadena diseña figu­ras ofídicas en la tierra.
Arturo oprime el morral escolar contra el pecho y se devuelve hacia la seguridad del hogar.

2
La madre es el árbol de la incomprensión.
–Cuál perro. Qué perro un carajo.
–No me deja salir.
–Tienes que ir a la escuela.
–Dile que no me mate.
–Te doy...-
De nuevo las escaleras, el sol débil, la fragilidad de las rodillas, el ingrato lunes, el frío (enjambre de puntos invisibles, veneno sin re­greso). Del otro lado de las rejas, otros niños dirigen su cromática uniformidad escolar hacia la calle. Arturo verifica una y otra vez: el animal se ha ido. Abre la reja y se desboca en frenética carrera para unirse a ellos.

3
La dulzura en forma de palabras y ondulaciones de rímel verde profundo –maestra Livia– difumina sobre el aire compacto del salón de clases las asignaciones del día: que me escriban algo que hayan presenciado durante el fin de semana (Arturo narra un ase­sinato a mansalva, la sangre salpicando a unos espectadores ató­nitos), que me pinten sus casas en estas cartulinas (Arturo arroja unas pinceladas negras en el centro y una luna roja en el borde superior), que me dibujen un animal, cualquiera, el que más les guste (Arturo dibuja las fauces blanquecinas, los ojos ígneos, el cuerpo macizo vertiendo micciones instantáneas en un arbusto).
El timbre de salida le hiere fibras remotas bajo la piel. Ginés (la niñita de los dientes exactos) se apresura a salir y a él no le queda más remedio que alcanzarla y caminar junto a ella como todos los días, para verla reír, gesticular y hablar con sus amigas durante el trayecto hasta la casa. Entonces llega el momento es­perado a diario: “Chao-chao”, el único cruce de palabras posible, la única sonrisa posible de lunes a viernes lo ayuda a mitigar –a medias– la alarma, hasta que llega el instante inevitable de la en­trada al jardín –15 metros para llegar a la reja.
De uno de los árboles se desprende un millar de hojas y un tin­tineo de pájaros hastiados. El monstruo no aparece por ninguna parte. La gente pulula bajo un mediodía exacto a los demás.


4
Las noches se agitan en sobresaltos febriles entre las paredes de la habitación: el miedo no conoce horarios prudentes ni puertas protectoras. El mundo se llena de sudores bajo la almohada y un reguero de gruñidos antiguos zahiere el espacio reservado a las oraciones.


5
Lógica abrumadora: mientras el muchacho permanece en la casa y apenas si atisba, apenas si respira la conmoción que es la calle el fin de semana, la madre exuda una serena satisfacción. Risas y tonos de pétalos, asentimiento a todo, todo mientras se desarrolle en los límites del hogar, limpia calma en el ánimo; se descansa. La paz del señor (no del padre, que hace semanas no regresa) sea con ellos. Abrumadora lógica: Arturo en casa=madre feliz. Pero no tarda en escucharse una bulla de goles, de hazañas de cacería –los demás muchachos abatiendo prehistóricas ratas de zanjón en el basurero, a chinazo estridente–, no tarda en dejarse querer el lla­mado al estelar combate, “Yo y que era un malandro del Observato­rio y tú un policía cagón”, luego las maniobras y el despiste, los vaporones, los codos en carne viva al rodar por los suelos, la felici­dad en la ropa mugrienta. “Qué haces en el balcón, Arturo”, el PRAM de la puerta, el eco de la huida por el túnel del pasillo, y la madre:
“Ya se fue, el muchacho del carajo”.


6
Un balido gutural lo siembra en medio del jardín: a su izquierda, un hombre levanta por el collar a un perro que se deshace en la an­gustia de la asfixia. Arturo presta atención y verifica algo que le pa­rece terrible: el perro pronuncia unas letras e perfectamente huma­nas. Golpiza sostenida, la muerte busca resquicios en el cuerpo de lana; terrible certeza: los animales hablan de dolor acaso estará re­zando pidiendo perdón auxilio “El dios de los perros y el de los po­bres como que es el mismo cabrón”, ha oído decir al padre algunas veces; Arturo huye, aparta la vista para seguir adelante: sorpresa: unas pupilas ígneas se aproximan a galope bestial, las fauces blanqueci­nas hierven de espuma, quizá en socorro del que aúlla, quizá en pos del miedo, quizá en busca de Arturo y de su automática indefensión, en pos de su lividez que el monstruo ve a seis metros, a cinco, a cuatro, a tres (carrera sin freno), a dos

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De mi pobre gente pobre

las flores son de papel,
las lágrimas son de verdad
Tite Curet Alonso.
Los Entierros.
Huele a muerto y a flor de llanto –a llanto y a flor de muerto, da lo mismo–. Puertas afuera, un incipiente tumulto vespertino. Bajo el cristal silencioso, la quietud que es Urraca (José Daniel, dijo al­guien que dijo un hermano que se llamaba), su crispación soporta toda esta amargura, todos estos sudores; desde la sala, desde las habitaciones, desde la gotera que palpita en algún tubo recóndito, algo de callado dinamismo nos perturba. Adentro la madre y su tem­blor en las mandíbulas vencidas, los panas y la jodedera frustrada, “Ven a ver cómo quedó: veinte disparos no es cualquier cosa”. Adentro la calma y afuera el desvarío colectivo, (atardecer, febrero 27, la gente dice cosas exageradas, No asomen ni las pestañas), la capital y su repentina oceanidad incontrolable. Primito se ha mar­chado; a partir de ahora ya es cadáver ambulante, cuerpo que vive de gratis, quizá unos días más.
De pronto Mauri alza la voz, “Ah no, mijo, esto es en serio” y de un empujón bate las puertas y se planta en medio de la calle hir­viente de ruidos humanos, de trotes innumerables: no es la misma vulgar redada de cada dos meses, no es el habitual nerviosismo policial tras algunos tipos sorprendidos in fraganti, “Pero mira qué maravilla, pues”, el gentío a furia cabal; y hasta el peor dotado se lanza sobre las fuerzas del orden con un aplomo de justiciero ate­rrador.
Llega la bulla, comienza la fiesta brava brava –de verdad: bra­va, olor a bestia absoluta, cómo evitar ese choque final, con qué soga imposible domar aquel vértigo.
Y tras Mauri, desde el velorio en el que se despide a la alegría, brota la nueva estampida. Urraca queda solo muy solo más solo que un planeta, todo queda en calma –adentro– todo en silencio: en el reloj galopa un caballo de plata, pequeñito.

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Interludio

Yo no te pude hacer un monumento
de mármol con inscripciones a colores
pero a tu final morada vengo atento
sembrando una flor silvestre y mil amores

Aquí hay panteones de gente millonaria
que nadie jamás ha vuelto a visitar
son tumbas eternamente solitarias
sobre las cuales ni una oración se escuchará

Yo te dije que volvería al camposanto
a brindarte mi sentimiento y mi cariño
y el tesoro de la pureza de mi llanto
sobre la tierra donde mi amor vive contigo

Porque nosotros, los que llevamos por bandera,
por estandarte, la condición de la pobreza
cuando queremos nuestra pasión es verdadera
no hay quien nos gane: amar es nuestra gran riqueza

Y
son comunes y corrientes
los perfumes de mis flores
hablan por mí de una devoción que no se me quita
y hasta parece que nunca se desvanecerán

No tengo medios para pagarte un monumento
de mármol con inscripciones coloridas
flores silvestres hay como adornos bendiciendo
sobre las tumbas de gente humilde que honró la vida.

Coro:
Sobre las tumbas de gente que se ama
humildemente una flor de llanto quiero dejar

Cheo Feliciano:
Yo no te hice un monumento
pues yo no tengo riquezas
pero te brindo mi sentimiento
que es del pobre la grandeza
Coro:
Sobre las tumbas...
Cheo:
No quiero que nadie llore
si yo me muero mañana
Ay, que me lleven cantando salsa y que siembren flores
allá en mi final morada...
Tite Curet Alonso. Sobre una tumba humilde.

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Adioses

el hombre dobló la cintura hacia adelante
su ojo izquierdo rodó por tierra sin inmutarse
digo sin inmutarse el hombre no el ojo sería
[el colmo
luego tomándolo cuidadosamente lo colocó en su
[sitio
al instante moría de susto Estaba al revés se vio por dentro...

Víctor Valera Mora.
Maserati 3 litros.
César, febrero de 1989:
Eso de meterle el pecho a un tanque blindado en plena avenida soleada no parece cosa de locos, de drogos ni de enguayabados –pinga–. Más bien parece que no funcionó la burda treta gubernamental aquella: cuan­do descubrieron que a la gente del cerro se le alteraba el color al escu­char el canto patrio (aquel, Gloria al Bravo Pueblo), entonces decretaron cantárselo cinco y seis veces al día, Glorialbravopueblo, Glorialbra­vopueblo, Glorialbravopueblo hasta que la gente de tanto repetir y bal­bucear el estribillo terminó por hastiarse y mandarlo al carajo. Es que hasta en el almuerzo (cuando había almuerzo) en el autobús en medio de la película estelar en la escuela en las fiestas en la radio en todo, hasta cuando la tierna comenzaba a quitarse o a dejarse quitar las ropas para entregar la carnívora piel había que detenerse un momento: espe­ra: ya va: aguántalo: quietopotro: el himno: la patria: la ley respetan­do: ya estaba fuerte, caballero, qué bravo una mierda, qué ley un carajo.
Pero ahora otras melodías están sonando. ¿Cómo diablos irán a can­sarnos de ellas?

Aníbal, Julio de 1993:
Preocupación de semanas: César no daba señales de su muerte lenta. Un reflujo de vaharadas descompuestas manaba, caudaloso, del apartamento (bloque 15, piso 3) donde antes todo era son y aguardiente hasta el amanecer, cortesía del viejo César, pana ilus­tre, tremendo rumbero y conductor de masas vociferantes, arrasa­dor de hembras y ñángara de hoz urbana y martillo que desató asombros y palideces la noche en que anunció, solemne –la es­quina bañada en borborigmos de botellas moribundas–, que era necesario aproximarse a la gente de quién sabe qué amazónica selva intrincada, ir a empaparlos de las buenas nuevas y viejas, de lo popular de estas luchas, del inevitable colapso estructural del sistema –en ese lenguaje inconfundible e invariable por tan­tos años–, del día feliz que había de llegar, y comprendimos que no se trataba de un discurso en el límite de la curda ni de un des­varío de cuarto nivel etílico antes de desplomarse a eyectar la bilis, sino del anuncio de una cimera manifestación humana del compa –madera de comandante, varón de agallas–, cómo íbamos a pasar por alto que al pana César ya el discurrir medroso en esta ciudad le estaba quedando pequeño, y ya no tendría nada de absurdo ni de exagerado que un día de aquellos le compusiéramos –como tantas veces habíamos proyectado– una pieza divina, quién sabe, algo así como aquellas que cantan las hazañas de Cipriano Armenteros, o Manuel García, o Máximo Chamorro, guerrero que tanto vale.

Jorgecito, febrero de 1989:
Tremenda coñaza; ahora es cuando termina el candelero que se desató anoche. El aire, sucio todavía de humos extraños, se llena ahora de gritos, de llantos de mujeres y de hombres: el tiroteo no fue cualquier culebra entre los locos del Siete Macho y nos ha de­jado el bloque como un colador, la gente de los pisos de arriba arrastrando a sus muertos y colocándolos en los pasillos. La radio ya advirtió que el gobierno no va a recoger muertos en estos días. Se entiende: quién se atreve a sacar una ambulancia o una furgo­neta con este cogeculo de guardias y soldados nerviosos en toda la calle, con este rebaño de tanques lanzando ráfagas de infierno desde la avenida y una ensalada de landros, jíbaros y ultrosos respondiéndole al cañoneo fuerte desde las azoteas, desde los apar­tamentos. Con el amanecer se ha calmado la cosa; era justo.
Lo del piso 4 es terrible. Me cuelo entre la gente y comienzo a reconocer a los caídos: Luisito, Jaime, Maritza la novia de César (la última), Rafael, Candelaria, muchos panas. De pronto, desde el piso 3 se levanta tremenda pieza, Vamos a reír un poco, truena Héctor. Es César, después de tres semanas sin dejarse oír, sin re­cibir ni siquiera la comida que la buena gente de sus vecinos le coloca junto a la puerta. Sube el volumen a esta melodía de piel erizada y metal profundo, vamoarreirunpoco. Por lo menos está vivo, ya no habrá que derribarle la puerta: la última vez que lo intentamos nos espantó a plomo parejo y hasta amenazó con dar­se un tiro –la voz irreconocible por la enfermedad– y en parte por la amenaza, en parte por el hedor, le medio acomodamos la puerta y lo dejamos en paz. Esta risa no es de loco.
Así que, sacudidos, como estamos por la sorpresa, al escuchar la música nadie ríe, nadie baila, nadie canta, por supuesto, pero qué aliento, qué regusto a combate ganado sentimos todos desde la can­cha hasta el último apartamento del bloque, tú comprendes la vai­na, Extranjero: la salsa vieja, el combate, las noticias que hablan de un poco de tombos y soldados muertos, el pana que regresa del silencio, todo al mismo tiempo.

Aníbal, Julio de 1993:
Al parecer no quiso extenderse en despedidas explicativas, no fue de casa en casa diciendo chao, familia. No: dejó dicho en lo de Follón que estaban pagas las próximas tres curdas, que las dis­frutáramos, que habláramos bastante mierda en su ausencia y le diéramos pésame y consuelo a cuanta bicha desflorada entre sus brazos se dejara ver por la calle, que jodiéramos la vida y nos re­volcáramos en incoherencias después de las comecenizas marca Polar o Gran Reserva, como de costumbre, pero que por nada fué­ramos a abandonar el trajín de la militancia, sobre todo que no per­mitiéramos que tanto muchachito con novia y sin trabajo intenta­ra ganarse los centavos en la petejota o en la pe-eme, ni qué decir de la disip ¡ni se les ocurra!, que la vida era un emporio de ofi­cios sanos, dignos, además en este país había más policías que gente y las cosas no estaban como para regalarle agua al mar, como para estar metiéndose a sapo o a asesino.

César, febrero de 1989:
Si es verdad eso que dicen la radio y la TV vamos a celebrar­lo en alma, porque en cuerpo...

Jorgecito, febrero de 1989:
Por radio y televisión lo que transmiten es el mismo vaporón en todas las ciudades. Los muchachos aquí están hablando de lan­zarse hacia el centro, aunque sea hacia las tiendas de ropa. He­mos visto subir a unos cuantos con neveras y televisores y apara­tos raros sobre las espaldas, pero cómo hacer, cómo escapársele a ese pelotón allí enfrente en plena estación. Como que es mejor quedarse en el bloque así haya que soportar el olor a bomba y a vinagre y a muerto –los panas caídos comienzan a echarse a per­der por dentro–, qué más da, por lo menos César inició la rumba de nuevo. Vaya: ahora coloca Mi Jaragual, qué inmenso, qué ver­ga, tener que llorar y sufrir en vez de vacilar este son.

Aníbal, Julio de 1993:
Luego vinieron esos años interminables sin noticias suyas –se marchó en el 78–, la obediencia de sus panas de la vanguardia, obediencia en lo de la caña, el pantaleteo tenso y las movidas, pero no en lo más importante: Jairo, Pándele y Tenerife no vol­vieron jamás al bloque, colgaron los guantes de la camaradería y se cuadraron con el peor enemigo: al Pándele los malandritos de aquí lo bajaron una noche de su patrulla y por más que habló de que esto también es trabajo, coño, entiendan; por más que insistió en que la jeva está preñada y el otro muchachito tiene que comer, lo llenaron de plomo y le incrustaron en la boca unos 30 centímetros de su arma de reglamento; y a Jairo y al Tenerife aún les es­tán montando cacería, después de todo este tiempo, para cuando aparezcan por ahí forrados de paltó y chaleco impenetrable de buenos confidentes. Qué decepción para aquel tronco de hombre, para el Proceso, nos lamentábamos, nos reprochábamos, cuando de pronto apareció en el estacionamiento una legión de greñudos cuaderno-bajo-el-brazo y, en medio de ellos, caminando con la ayu­da de las caridades ajenas, el compinche César con un derrumbe de años en el rostro, la pelambre rala y la distorsión de la sonrisa en una boca con tres o cuatro dientes.

César, febrero de 1989:
...y en mi bohío me sentiré
como si yo fuera el Rey Maelo...

Aníbal, julio de 1993:
Más tarde el relato en boca de un compañero suyo, consecuen­te luchador, “Vengan acá, que lo que viene es la prueba suprema de solidaridad con el compa”, dijo, y se soltó a contar que por aquellos montes el mejor aroma es a caucho y a frutas venenos, Las hembras son ramos de gemidos fétidos pero qué hacíamos, a mancos no nos íbamos a meter; César había entrado con todo el entusiasmo, como es su estilo, cada aldea significaba un cataclismo de actividad, las explicaciones de por qué existían en algún lugar del mundo tipos de aliento antiséptico y manos de ángel mientras ustedes –ellos– andaban codo a codo con los puercos, todo eso bajo un sol de hojas hirientes, el ritmo lo imponía el mar de insectos de los pantanos de pueblo en pueblo o de despoblado en despoblado, todos conscientes de que era necesario dejar de extrañar el licor, descubriendo que aquel era un ritmo imposible de seguir para un mortal común y vulgar, sobre todo porque aquella gente parecía estar acabada por una sordera planetaria, no entendían una mierda, no respondían ante nada, se jodió Darwin, se paró la evolución; fatídica marcha bajo demonios vegetales y relámpagos de insectos despiadados, hasta que una noche cualquiera empezó César a quejarse de unos picores en las axilas, de unas voces que le jodían la paciencia, una fiebre subterránea y unas llaguitas supurantes bajo los testículos, luego una postración de se­manas hasta que decidimos el regreso, un vuelo urgente para ale­jarlo de la selva del coño, unas travesías por unas carreteras de la edad del sol que las tostaba y al fin Quito, un médico de urgencia y el diagnóstico inicial, “Hay males absurdos, caballero”, nos dijo el bicho tras sus lentes, “El Hansen es un mal que se desarrolla... ¡vaina!, vamos a decirlo en cristiano: la lepra es un mal que se desarrolla...”

César; febrero de 1989:
Qué te parece, comandante, esta última alegría.

Jorgecito, febrero de 1989:
Se escucha un piano suave, un susurro en inglés y arranca una pieza grande: Caína. Extraño, porque cuando él se fue todavía este disco no había salido, ni soñaba Rubén componer algo así; debe ser de su her­mana. Lo cierto es que al malandrerío siempre le ha molestado la can­ción, sobre todo por aquello de

Tú crees que la tienes controlada pero tú sin ella eres nada
(No se puede querer
a la Caína)


Mientras tanto, los militares se han mudado con su música de uzi, fal y puntocincuenta para otros bloques. Al Siete Macho se le despren­den los pedazos de bajantes, paredes y ventanas en brutal piedrerío, el bloque 4 es un mamotreto humeante, apenas queda gente en los pisos de arriba y el borde de la azotea está arrancado de un cañonazo. Pero de todas formas se escucha la resistencia; están bien armados los bi­chos, nadie sabe de dónde sacan tantas municiones. Y los soldados gozando una bola, echando plomo como nunca, practicando contra gente de verdad. Aquí se aprovecha para empezar a sacar a los muer­tos. Entre ellos, con la belleza medio torcida por la rumba de plomo y un colorcito de mármol palo abajo, está Maritza. Ella, la última noviecita de César. Alguien dice en voz alta “Bueno y este hombre con esa música y esa alegría. A lo mejor no sabe nada”.
Y que no lo sepa, porque a lo mejor lo acaba de matar la tristeza.

Rubén Blades, febrero de 1989:
Torero de baño pasando aquí
y pasando allá
esperando el trancazo
que a la larga va a llegar
(No se puede querer a la Caína)


Aníbal, Julio de 1993:
Un día, alguien de la familia le oyó murmurar entre babas hu­meantes de eucalipto que era mejor morirse de una buena vez a ir muriéndose pedazo a pedazo –y se soplaba una mano en la que ya tenía dos dedos fundidos como una plastilina–, y ante la su­gerencia de llevarlo a quién sabe qué hospital donde el alivio lle­ga a lomo de cachicamo, esperó a que salieran todos de la casa y se encerró con llave para siempre, “Primero solo que en un zoo­lógico de carne podrida”, gritaba, y las veces que intentamos tum­bar la puerta armaba unas batallas que nos recordaban aquellas con­tra los cascoblancos, hasta que un día creímos sorprenderlo dor­mido y logramos desprender la reja, pero una vocecita de abuela nos increpó desde adentro: “Si se atreven a verme en este estado acabo de joderme de un tiro”, y Jorgecito, pálido, se preguntaba:
“Quién chilló así”, y nosotros: “Quién más”.

Jorgecito, febrero de 1989:
Ya lo decidieron: hace un rato subieron los cajones y ahora baja la procesión con los amigos muertos.

Aníbal, Julio de 1993:
Luego vino la extraña alegría de sus rumbas solitarias, que eran la rumba de todo el barrio –tú recuerdas–, cuando colocaba las cornetas en el balcón y desparramaba por toda La Cañada el can­tar sabroso, esa música que tanto se bailó antes de su viaje. La que más le gustaba, desde la Universidad, era

Mi gente:
¡ustedes!
Lo más grande de este mundo
siempre me hace sentir
un orgullo profundo...

Jorgecito, febrero de 1989:
La fila de cajones termina arriba de un camión, “Qué autopsia un carajo, para qué, si ya se sabe que los asesinaron»”, había dicho el papá de Luisito, pero como que sí los van a llevar a la morgue.

César, febrero de 1989:
Como que ya es la hora, ya marea el olor a gas

Siempre me hace sentir
un orgullo profundo...


y ahora dónde fue que dejé los fósforos.

Jorgecito, febrero de 1989:
Había demorado mucho, pero al fin la coloca:

Los llamé:
¡vengan conmigo!
No me preguntaron dónde
orgulloso estoy de ustedes
mi gente siempre responde...


Bloque 15, febrero de 1989:
De pronto, un estallido en casa de César conmueve el bloque has­ta los cimientos: una lluvia de vidrios y partículas, una humareda del color del mar nocturno.

Jorgecito, febrero de 1989:
Verga, César, qué hiciste.

Aníbal, Julio de 1993:
Su última tarde rebasó el límite de la desgracia, nos desacomodó algo por dentro: primero, la maldita maldición del gobierno desata­do a reventar ciudadanos en la vía, más tarde los gritos del barrio derramando la vida por la calle (adioses de madres y de pobres a los caídos), pero cómo explicar, cómo convencerte de que el aire dejaba una resaca agradable en la piel, con todo y los muertos y el tufo brutal de las bombas y los muertos: era que arriba estaban las nubes frías, y abajo el plomo enloquecido: fuego en el Veintitrés, caballo, hay fuego en el Veintitrés.

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Control

para Manuel García y Ramón Estrada,
mucha salsa y ningún control a la
hora del aguardiente, al menos en
aquellos años

Por la puerta que se abre la calle escupe adentro a Manoco, en­vuelto en una gélida humarazón nocturna. Tostado, el tipo. Vesti­menta blanca hasta el cuello “quién sabe a qué santo le paga pro­tección” y una pirotecnia de saludos a full garganta como si co­nociera el lugar, “Comostalavaina”. El apelotonamiento de gen­tes sin rostro y un jibareo fuerte; es verdad lo que le han dicho: ese sitio, La Cobra, hasta malo es. No ponen slsa porque eso raya a cualquier discoteca pero por lo menos se actúa de una buena vez, de mano a mano, Toma y dame y te vas, si acaso una conver­sa más o menos casual porque no tardan en caer las sirenas del gobierno. Pero Manoco obvia toda fórmula maricaburguesa y rom­pe en estridencias y se lanza por el centro de la pista “rojiza os­curidad” y ante el primer asedio femenino difunde el objeto de su visita “Yo no vine a bailar, yo vine a comprar unos gramos de lo que sea y me voy”. La discoteca respira igual; de momento, no ha pasado nada, “Uno más que viene a hablar estupideces y luego amanece destripao en la calle”. Alguien decide orientarlo: “Vete hasta el fondo y pregunta por Fncio”.
“¿Será el único que vende en esta mierda?”, piensa.
–¿rá el único que vende en esta mierda?, lo dice en voz alta, y avanza.
Bordea la pista de baile. “Esa mata nace en el monte Esa mata tiene poder”, aúlla, tratando de opacar el ensordecedor wachu­wachu de la música gringa. Imposible: en aquel infierno sólo hay cosas que oír. Pero el par de hombres ahí, junto a la columna, tie­nen cara de gente conversadora. Los aborda, fogoso.
“¿Ves esta cicatriz, mi hermano?”, muestra un ciempiés gra­bado en la carne que sube por el pómulo, llega a la frente y se pierde en el cuero cabelludo. “Fue un entrompe con Bernardo Piñango, campeón mundial, caballero. Y eso porque se puso unas manoplas de hierro.
Pero una ráfaga de hálitos multicolores los alumbra unos ins­tantes, y uno de los hombres lo interrumpe:
“No, qué va, yo te conozco. Eso te lo hizo el flaco Pandeazúcar una noche que estabas fastidiando en Los Frailes.
Descubierto, Manoco rebusca una vía de escape digna, y cree encontrarla:
“Ah, pero bueno, ahora no se puede cordializar en esta mier­da”, y sigue su camino hacia el final del antro.
Más adelante, un bosque de mesas semiocultas, unos tabiques simulan un pequeño laberinto. “Quién es Foncio”, los calores hu­manos y el hormigueo en los oídos han quedado atrás. “Dónde encuentro a Foncio, convive, dónde está Foncio”. Una figura cu­bierta de ímpetus se le coloca delante.
“Qué le pasa a usted, viejo”. Manoco se le aproxima.
“Un par de pitillos, más nada”.
Varias cabezas emergen de los tabiques y el Foncio extrae un hierro de algún lugar bajo la chaqueta. Manoco se arrima a una mesa, una mano lo empuja de regreso hacia el centro del pasillo.
“No, yo no le voy a comprar eso” aventura Manoco en plan de chiste. Humildá: nada más unos pitillos.
La cacha de marfil produce un sonido tectónico en la geografía del cráneo; la boca se le llena de un buche que sabe a óxido. Flu­ye la sangre, borbotón y arena bajo la lengua, en las fosas nasales.
“Se va a parecer a la bandera de Japón”, dice uno.
“Saquen esa vaina de aquí”, dice otro.
“Que salga solo”, dice Foncio.
“Gracias”, dice Manoco.
Una rumba de patadas, “Por payaso”.

***

La calle es una marcha gelatinosa, la gente de gelatina camina torpe, lentamente; revientan burbujas de lenta gelatina en el cerebro. La avenida Solano huele a marico triste, un mar de caminantes se aparta al verlo. De alguna parte surgen dos brazos misericordiosos y una suave voz desconocida, un poco dulce, “Qué le pasó, primo”, y Manoco, esquivo, va a asirse de un poste con la noche espesa en los ojos, “Todo bajo control, familia, todo bajo control”.

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Otra noche de línea de gente que corre

Dedico esta especie de relato a los
247 muertos oficiales y a los otros miles
de muertos (extraoficiales pero muertos
al fin) del 27 de febrero de 1989
Extranjero:
Después de aquello, las noches siguen siendo ardua vigilia, hiriente amenaza “Acuérdate de cuidar esa boca, puta”, todo caminante nocturno se siente observado y ya Elisa no tiene momentos de calma, “Baja un momento, maldita mirona”; una línea perfecta de luz surca la quietud del cuarto desde la parte baja de la pared hasta el techo, la ventana está cerrada y la luz no ha vuelto a encenderse.
Ha transcurrido un mes desde el altercado con Fabricio, dos semanas desde la última vez que el vio el sol –un instante para cruzar dos palabras con la gente de al lado, nada más–. Ha oído que Fabricio por fin va a pagar todas sus malas obras, que el Julito se enteró de lo del Niño Tomás y fue hasta allá mismo, hasta su concha del bloque 37, a romperle el alma al maldito, y cuando Julito se engorila al que se atreviese no puede salvarlo ni el gobierno ni su papá policía –el otro papá de Fabricio es un fumón de los peores– ni Dios ni nada que se menee en esta tierra o en el agua bendita. En pocas palabras: se jodió Fabricio.
El problema es que no es sólo Fabricio, sino todas las ratas del barrio quienes la han sentenciado; Fabricio es apenas una más, así de fea está la cosa.
Esta noche Elisa ha vuelto a abrir la ventana, a encender la luz de la habitación-garita, Extranjero, porque en la calle estremecida retumban dos noticias que destilan alegría: que la ciudad –ese espejismo fabuloso que baja del cerro y se pierde más allá del cerro y su neblina cerrada– es una revuelta gigantesca contra el gobierno; que Fabricio finalmente ha mordido el polvo, traspasado por quién sabe cuántos plomos vomitados por la rabia de Julito y otro tipo a quien Dios cuide, y Elisa tiembla de gozo sacando una cuenta: a lo mejor veinte balazos, quizá treinta y cinco. Y si Julito estaba fumando y tenía la vista clarita a lo mejor le dio tiempo de cargar y recargar el hierro y entonces, cuarenta, sesenta y cinco.
Doble razón para estar feliz. “A veces hay justicia”, su ventana vuelve a ser espectador-mirador perfecto: por el callejón sube una turba multicolor cargada de aparatos de todos los tamaños, hasta las viejas del Plan Dos que dicen ser testigos o quién sabe qué verga de Jehová empujan unas bolsas enormes escaleras arriba, y al viejo pendejo del jardín y a la Mestiza les están llenando el rancho de comida y artefactos, “Qué-vaina-está-pasando”. Es entonces cuando recuerda y comienza a tararear la enorme creación de Palmieri y Quintana:

Justicia tendrán, Justicia verán
en el mundo los desafortunados.
Con el canto del tambor
del tambor
la Justicia yo reclamo


A su casa habían llegado rumores a cuentagotas, detalles confusos, desproporcionados: que en los abastos de la avenida Sucre no queda lata sobre caja, botella sobre vitrina, billete en caja, que veinte jodedores irrumpieron en una venta de motos y salieron veinte truenos motorizados y les gritaban a los tombos “Quita tu culo de ahí, güevón”, y los tombos quitaban su culo de ahí, güevón, muertos de silencio, que al chino del supermercado lo agarraron doce carajitos, lo lanzaron entre todos hacia arriba y el chino se estrelló de cara contra el asfalto después de dar dos vueltas acrobáticas en el aire cruzado de plomo vivo, que en la ferretería aquella donde estaba el letrero: Cuidado, no pase: perros asesinos no han dejado ni las cosas ni los perros –deben habérselos llevado también–: “Qué-vaina-está-pasando”.
Elisa se calza unos keds; eléctrica-sudorosa, abre la puerta y queda envuelta en el reflujo humano que se dirige hacia cualquier venta de cualquier vaina, según escucha al pasar, mientras otra cantidad de gente sube y sube con cargamentos de cosas, muchas de éstas desconocidas para Elisa.
Alguien se le coloca al lado y le señala, en un gesto hilarante, aquellos dos tipos que vienen con sendas reses sobre los hombros. “Dónde es, dónde hay”, aborda Elisa a uno de los sujetos. El hombre baja a tierra el bulto sangriento para que Elisa lo vea mejor –a él, no al bulto–: es Fabricio, que resopla, coge el puñal de carnicero que lleva atado al muslo, levanta el brazo hasta atrás y ejecuta un movimiento semisalvaje para levantar un tajo enorme del animal muerto, y se lo coloca a Elisa –lívida e inmóvil– en las manos:
–Llévate eso ahí, bichita, para que me sigas cuidando esa boquita rica. –La toma por la nuca, la hala y le estampa un beso que sabe a humo, a sangre, a cera, a cosa que arde, a lágrima, a beso, a mujer prohibida, a Sóngorocosongo, a muerte, a flores secas, a mierda, a perfume, a ropa de mujer que tiembla, a trabajo en cauchera; a hombre maldito, a hombre sentenciado, a amenaza, a gobierno que tambalea, a piedra, cuero y bongó; sabe a pistola, a verga feliz, a flor de camomila, a animal venéreo que pudre y espanta; sabe a camionero y a la putrefacción que se siente en las carreteras, a loco suelto en las calles, a recién salido del retén, a culo sudado, a sudor de animal que fornica; sabe a vela, a jarrón profundo, a cobres violentos, a Javier con un tiro en el cuello corriendo detrás de quien lo abaleó, sabe a olla, a fuego, a bala que entra-quema-sale, a Párate Armandito y prende el carro que la China está pariendo, sabe a sabor, a campana, rumba y tambó, a salsa y control, a Charlie Palmieri, a calavera, a barco perforado, a sucia suciedad en las axilas, a ron puro y caliente a las tres de la mañana cuando se ha acabado la cerveza y no hay real pacomprá una bombona de anís, a Todos los barrios unidos vamos a cantar ahora, a cloaca abierta y un agua verde burbujeando y unos carajitos echándole piedras para salpicar a los que pasan, a Tupamaro encaramado en el bloque y policía huyendo porque una cosa es echar plomo y otra cosa muy distinta que a uno le echen, a Bueno pero un ratico porque puede llegar mamá y nos pilla, sabe a Cachito pahuelé, a Semepartelecorazón, a Si somos guerreros que palo parrumba, a La Ponceña lehacantadoa todoelmundo, sabe a disparo, sabe a Juanito Alimaña, a suplicio de mierda hasta cuándo, a Chocolate Armenteros, a mujer policía que se masturba y hasta tiene orgasmos mientras les revisa las partes a las mujeres que van de visita a la cárcel, Para ver qué tienes ahí mamitarrica sshhhhhh, sabe a Poliedro lleno de El Gran Combo, a Barreto gratis en el Nuevo Circo, a Miguelito Cuní, al microfonazo que le zampó Rubén Blades al policía en el concierto, a ricomamiasí pero nomelomuerdas, sabe a la guaraparchita de El Médico Asesino, a ratón, a polloenbrasas, a Este debe ser marico porque loco no es, a hierba mansa, a Larry Harlow, a la Típica 73, a Palodemango, que no me tumben mi palo de mango, a Pete Conde Rodríguez, a lo eterno de Maelo, al coñazo que le dio el manco Freddy al guardia nacional porque le dijo tú hueles a mariguana, a Préstame tres huevos Iraida que no tenemos paldesayuno, a Intégrese a la actividad compañeros que vamos a dejar el bloque limpio y sin monte, sabe a sancocho en la matica, a redada y policía arrebatado metiéndose en la casa dónde está el bazuco maldita perra, sabe a Así sí es, así no es, así suena mi tres, a Ese es el tipo échale un tiro en la oreja, zámpale, zámpale que es no es hijo tuyo, a mentol chino en el glande para que tardes tres horas en acabar, a pan dealocha, a papagayo, a taller mecánico, a futbolito, a voz que se rompe de pasión, sabe a Aeropuerto sí tiene sabor, a Atiende el teléfono Lila y si es el perro ese le dices que no estoy, a remate de caballos, a cueros, a campana mayoral, a chiste malo, a juego de básquet, a zapatos de seis mil bolos paganarse un tirote, a negra culona y buenota, a fiesta en casa de Honorio, a me llevo a los carajitos, a por favor no me mates, a agarre esos cien bolos ahí pero no compre esa mierda pana usted se está matando, sabe a qué buena se está poniendo la Mary, alguna rata del liceo la debe estar cogiendo, a tiro, a peinilla, a malandro muerto, a madre de malandro muerto, a madre de malandro muerto en el velorio, a pea que dura tres y cuatro días, a te quiero mucho miamorcito así te vayas con el tipo del volkswagen, a vamos a hacer una vaca que el chamo Alonso se casa, a cómprale una ropita para que vaya al bautizo, a pluma, a hierro, a bestia, a fuego frío de dos almendras de azufre (la única rumba posible a veces, la de Gustavo Díaz Solís), a limón, a caña, a cilantro, a está bien, llévate los reales pero déjame la cédula, a bueno, cógeme pero no me vayas a matar, a está bien mátame pero no me vayas a violar, a ritmo azúcar, a lengua muerta, a brisa, a playa, a apagón, a no hay agua báñate con ese tobito, a calle: a BARRIO, Extranjero, el beso de Fabricio le sabe a barrio.
El callejón se llena de ruidos: se dice que el gobierno ha fabricado los primeros muertos pero qué importa esa vaina, la fiesta ha comenzado, la gente sigue manando Camboya abajo y Elisa es parte de la marejada feliz e incontenible.